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Las fronteras son siempre lugares especiales. Son hitos en el camino del viajero, que hay que atravesar. Muchas veces coinciden con accidentes geográficos evidentes, pero en no pocas ocasiones son meras convenciones, paralelos y meridanos invisibles. Cuando llego a una frontera, a un puesto fronterizo, especialmente en el tercer mundo, experimento una mezcla de tedio insuperable –por las colas infinitas que hay que soportar, los controles sucesivos que hay que sortear y los formularios reiterativos que hay que rellenar– y de nerviosa inquietud, ante la actitud excesivamente escrupulosa de un funcionario con el equipaje o un eventual problema con tal o cual documento. En definitiva, para el extranjero que uno es en la frontera siempre existe margen para la incertidumbre y la sorpresa.

Entre Guatemala y El Salvador existen al menos cinco puestos fronterizos principales. El que une la ciudad de Pedro de Alvarado en Guatemala con La Hachadura en El Salvador es el más cercano a la costa del Océano Pacífico.

El calor en la costa puede llegar a ser agobiante. El sol quema y la ropa se te engancha, empapada, al cuerpo. En cuanto desciendes hacia el mar desde la capital –que está en el altiplano, a unos 1.500 metros de altitud–, las palmeras cocoteras sustituyen progresivamente a los abetos y pinos que cubren las cumbres perpetuamente nubladas de los volcanes que rodean la ciudad. Entonces descubres que Guatemala también es un país tropical. En esta parte del país apenas viven indígenas mayas, mayoritarios en los departamentos del interior, y la población costeña, principalmente ladina, lleva como corresponde en el trópico una vida alegre y relajada.

El puesto fronterizo en La Hachadura se podría parecer a los que conocí en Europa antes de la entrada en vigor del acuerdo Schengen: dos casetas de aduanas y de policía encaradas a cada lado de la línea divisoria imaginaria. Sin embargo, el ambiente aquí dista mucho del que se podía encontrar, por ejemplo, en La Junquera. Este lugar es mucho más caótico, destartalado y bullicioso. Los "conseguidores" corren de un lado a otro ayudando a camioneros y viajeros a sortear los trámites aduaneros, a cambio de unos pocos billetes. Hombres corpulentos de frondosos bigotes, con botas de montar y un machete al cinto, se resguardan del sol bajo un sombrero vaquero. En la ventanilla, les atiende, detrás de un no menos poblado bigote, un agente de aduanas sudoroso y circunspecto. Mujeres, de anchas caderas y pechos prominentes, que apenas disimulan bajo ajustados pantalones de licra y blusas de colores sin mangas, se pasean arriba y abajo, portando sobre sus cabezas, en equilibrio circense, canastos con frutas tropicales que anuncian repitiendo una letanía: hay papaya, hay piña, hay mango... Hay niños, muchos niños, morenos, de pelo crespo cortado a cepillo que hacen de limpiabotas, venden chucherías o cambian a los viajeros billetes de quetzales por dólares y viceversa.

La cola para sellar el pasaporte parece que no avanza. Hay familias enteras, gente que vive en un lado y trabaja en el otro y muchos guatemaltecos que han aprovechado el puente para ir de fiesta a El Salvador. Mientras me abanico con el pasaporte para espantar a las moscas, le digo a Anna que es mejor que espere en el coche con los niños. En una esquina, recostado contra la pared aguarda un hombre de pelo largo y rizado, mitad pelirrojo, mitad canoso. Lleva barba y un pendiente. Viste un pantalón de algodón amplio color caqui y una camiseta sin mangas. De su cuello penden varios collares de cuero, con cuentas y abalorios. En la mano sostiene un taco de pasaportes que intuyo deben pertenecer a los viajeros altos y rubios que se protegen del calor en una furgoneta aparcada justo en frente con el aire acondicionado encendido.

Somos los únicos "turistas" y se nota. La gente del lugar nos mira de reojo, con curiosidad mal disimulada. El hombre pelirrojo también me observa. De frente, serio, como si dudara en dirigirse a mí. Quizás, pienso yo, el extranjero necesite ayuda, alguien que le eche una mano con el idioma en sus trámites. Finalmente, parece decidirse, se separa de la pared en la que continuaba recostado, se acerca sonriendo lentamente y me dice con marcado acento francés:

"Tú eregs de Menorgca, n'est-ce pas?

No digo nada. Me ha pillado totalmente desprevenido.

Él insiste: - "De Menorgca, Balearges".

Frunzo el ceño y lo estudio detenidamente. No lo reconozco. No, definitivamente, no sé quién es. En aquel lugar tan alejado de cualquier lado, tan exótico, su pregunta me ha dejado completamente desubicado.

Entonces, el hombre pelirrojo señala el suelo.

Siguiendo su dedo, bajo la mirada, me miro los pies… y sonrío al descubrir, cubiertas de polvo, mis viejas abarcas.