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Pablo murió sin saberlo… Sin ser consciente del hecho que, sin embargo, más había condicionado su propia existencia. Junto a su ataúd, la vida, disfrazada de luces hirientes, pugnaba por penetrar en el tanatorio, en cruel paradoja. Las mismas luces que, a duras penas, cubrían con ternura el envejecido cuerpo de Mar, su viuda. Andrea asía con fuerza la mano de su hermana…

- ¿Hice lo correcto? –preguntaba Mar con insistencia a Andrea- ¿Podrás perdonarme? ¿Debí contárselo?

Las respuestas, repetidas, de Andrea eran siempre las mismas y en ese orden inalterado: Sí, sí y no. Había hecho lo correcto. La había perdonado. Hizo bien en no contárselo…

Los tanatorios eran, ciertamente, lugares muy dados a los remordimientos, a los tardíos exámenes de conciencia, a los ya imposibles propósitos de enmienda…

Junto a las últimas muestras de pésame, Mar recordó…

Pablo la había conocido a través de una página de contactos… Ella, ilusionada, había contestado. El diálogo, ocasional y tímido en un principio, se mudó, después, en una especie de pasión arrebatadora, en algo casi constante, frenético. A través de él, Pablo y ella se fueron desnudando… Coincidían en todo. Un culebrón habría hablado de "almas gemelas". Aunque en el culebrón Pablo no se hubiera llamado Pablo, sino Luis Alfredo. Tras meses de extraño y febril cortejo telemático dieron el paso decisivo. Ella abrió la brecha, aterrorizada. Él, asustado, aceptó. El primer encuentro tendría como decorado un viejo y discreto bar en el casco antiguo de la ciudad. A las seis de la tarde. Allí se conocerían… Ambos coincidieron en un único sentimiento: ¿será como creo? De cara a la identificación él iría vestido de azul y llevaría un poemario. Ella, simplemente, un pañuelo blanco en el cuello…

Mar fue puntual. Pablo pensó, al verla, que era tal y como se la había imaginado a través de sus conversaciones por internet. Su espíritu se ajustaba como un guante a su cuerpo. No había duda. Era ella. Se aproximó. La besó. Mar intentó decirle algo, confesarle algo. Él no se lo permitió… Jamás lo hizo. Cada vez que ella iniciaba aquella manida frase, Pablo le obligaba a enmudecer… "Es que he de aclararte algo, Pablo…" –insistía-. Nunca Pablo le dejó concluir aquella frase. Nada importaba. Sólo que él se había enamorado de ella, de su alma –primero- y de su cuerpo, después. Un día, Mar cesó en su empeño. También ella se había enamorado, perdidamente... Amor consentido por su hermana, en un acto heroico de fraternidad…

Pablo se murió sin saberlo… Sin saber que, tal vez, había sido el único hombre al que se le había dado la oportunidad de amar, simultáneamente, y desde la inocencia, a dos mujeres…

En el tanatorio, Mar repitió las preguntas a Andrea:

- ¿Hice lo correcto? ¿Podrás perdonarme? ¿Debí contárselo?

Y Andrea, asida la mano de su hermana, respondió de nuevo: Sí. Sí. No… Aunque en el fondo de su alma, Andrea maldecía aquella estúpida caída que le había impedido acudir a su cita con Pablo; el haber enviado a su hermana Mar en su lugar, con el recado y con un hermoso pañuelo blanco en el cuello…