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La Iglesia Católica se interpela constantemente sobre cuál es el motivo por el que la gente se aleja de los sacramentos. Adquirir un compromiso es una cosa muy seria y el sí a Jesús, con todo lo que implica en el día a día –conducirse con rectitud y generosidad en lo personal y lo profesional, casarse para toda la vida y educar a los hijos según la fe cristiana o renunciar a ello radicalmente– tiene un punto de exigencia alto si se pronuncia desde la convicción profunda. Bajo este punto de vista es comprensible que determinados actos litúrgicos se vivan de manera sobria y solemne, sin embargo, esta actitud se contrapone con el motivo de alegría que debería ser que una pareja se case a los pies del altar o un joven sea consagrado como sacerdote, una alegría reivindicada con frecuencia desde el púlpito. El domingo la Diócesis menorquina vivió –con el diaconado de Llorenç Sales Barber– uno de estos momentos en los que la alegría quedó arrinconada a fuerza de primar la indiscutible profundidad del compromiso. No sé si hay una fórmula para equilibrar los dos parámetros, pero me da que así la Iglesia sería un poco más cercana.