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Sudoración, palpitaciones, dificultad para respirar. Los síntomas pueden variar ligeramente pero el diagnóstico es siempre el mismo: miedo a volar. Los estudios revelan que más del 20 por ciento de la población sufre aerofobia y probablemente este porcentaje se dispararía si se contabilizaran a todas aquellas personas que no se sienten del todo cómodas y relajadas al subirse a un avión. Prueba de ello es la costumbre de aplaudir tras el aterrizaje, lo que deja entrever que la mayoría de los pasajeros experimentan una sensación de alivio al tomar tierra. Algunos temen el momento del despegue, a otros les aterroriza el aterrizaje y el resto se sobrecoge al sentir una turbulencia. Todos ellos se agarran con fuerza a los brazos de su asiento, dando nombre al conocido como síndrome de los nudillos blancos. Los aerofóbicos suelen estar excesivamente pendientes de cualquier ruido, intentan mantener un contacto visual con las azafatas y evitan sentarse en la ventanilla. Seguro que muchos reconocen este tipo de comportamiento pero pocos saben que los aviones son capaces de planear durante largas distancias e incluso pueden amerizar en el caso de que sea necesario. Superar del medio a volar es una tarea complicada que, en ocasiones, requiere de la intervención de un especialista, pero supone una gran liberación y abre las puertas de un nuevo mundo a los aerofóbicos, de un mundo todavía por descubrir.