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El cadáver yacía al pie de la escalera. El rostro de ella ensangrentado… El cuchillo ferozmente incrustado en la zona hepática… Una pieza de ajedrez, la dama blanca, descansaba plácidamente sobre el suelo, a modo de curioso contrapunto…

Para él la vida se reducía a un simple juego de ajedrez. El azar no contaba. Tan sólo como justificación vana de los perdedores. ¿La suerte? Mera planificación. Los inteligentes se subían al podio y los ineptos se quedaban en las cunetas de la existencia. Había orquestado el asesinato de ella como si se tratara de una partida más. El proceso, simple: había contratado a un sicario a través de un locutorio. El precio, razonable. El pago se había efectuado a través de una consigna. La llave, remitida por correo. Ninguna conexión: salvo el retrato de su esposa en cuyo reverso había anotado la dirección, el día y la hora. El encargo se confirmaría mediante una llamada telefónica. De no producirse ésta, se abortaría el plan. La coartada era impecable: Él estaría revalidando su título de campeón del mundo de ajedrez ante un contrincante que juzgaba mediocre y los ojos de unos cien espectadores. ¿Los motivos? Los más viejos del mundo: la molesta invalidez de ella, su fortuna y esa otra ella, con sus dieciocho años recién paridos… Sentado aún en el sofá de su casa miró su tablero, agarró la dama blanca y en un acto de insolencia la lanzó con fiereza contra la pared… Ella dejaría de encorsetar su vida. Repasó todos los detalles. Satisfecho, contempló acto seguido la silla de ruedas aparcada. Ella dormía ahora. Sería, el suyo, un despertar amargo.
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Antes de entrar en el recinto del hotel, él se aproximó a esa anacrónica cabina. Se sintió Dios al constatar que de esa llamada (o de su omisión) dependía la vida de ella. Analizó las opciones. Opción A: no llamar. El miedo le empujaba a su elección… Opción B: Llamar. El sicario aguardaba… Agarró el auricular. Marcó un número. Lo hizo con frialdad. Matar era, después de todo, algo enormemente fácil… Entre aplausos irrumpió después en la sala de actos, saludó al público y a su oponente… Se inició la partida… Se habían iniciado, ya, las dos partidas…
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El sicario entró en el domicilio. La puerta, según lo previsto, estaba abierta… Sacó su fotografía… Era muy bella… Por un momento sintió algo parecido a la piedad. Pero él era un profesional… Ella estaría durmiendo…
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En la sala hacía calor. La partida estaba a punto de concluir. Eran, exactamente, las 20'00 horas de una tarde crepuscular. ÉL analizó, nuevamente opciones: Opción A: mover el caballo. Opción B: utilizar el peón. Al igual que hiciera antes, se decidió por la segunda. Acarició el peón y, al hacerlo, supo que se había equivocado; que el jaque mate era ya inevitable; que había perdido. Algo –no sería el azar- le hizo presentir que en esa otra partida algo había funcionado igualmente mal…
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A las 20'00 horas de una tarde crepuscular el sicario sostenía en su mano derecha un cuchillo de caza. Le agradaba el cuerpo a cuerpo. En su izquierda, el retrato de ella. El sicario tropezó con la dama blanca. Cayó. El cuchillo penetró en su cuerpo, en la zona hepática. El rostro de ELLA, en la fotografía, se llenó de la sangre del sicario… La dirección manuscrita en su reverso y su estudio caligráfico harían el resto. La última jugada (quemar la foto) había quedado definitivamente suspendida…
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A la salida de la final (exactamente tres horas antes de su detención) ÉL adquirió la vívida, hiriente certeza de que había perdido ambas partidas; de que las opciones escogidas no habían sido, probablemente, las que se hubieran esperado de un campeón mundial... Miró a su alrededor. El mundo se había convertido en un enorme tablero de ajedrez, distinto, en el que el azar sí contaba… Y maldijo el momento en el que su orgullo le hizo lanzar, desde el sofá, aquella inocente dama blanca…