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El arqueólogo y paleontólogo cicerone nos enseña la entrada del talayot de enormes piedras trasladadas; alzadas a palanca y superpuestas sin amalgama. Entonces los visitantes comentamos que ciertos reptantes tendrían fácil acceso de entrada, como las culebras y sargantanas. Tras auparnos arriba –el esfuerzo lo requiere– y comprobar la seguridad de la techumbre se siente lo mismo que el centinela de hace 2.500 años.

Sorprende que exista esa atalaya de utilidad no confirmada que tal vez fuera hábitat adosado al talayot, lugar de esparcimiento, zona de castigo o aprendizaje de oteo.

Junto a la entrada –que arquitectónicamente no tiene razón de ser– el arqueólogo Ferrer nos habla de un rincón para abrasar grano, trigo o cebada, traído de otro lugar del talayot donde habría sido mojado, hinchado y desecado. No muestran las piedras señales de humo o fuego, ya que la superficie calcárea suele dejar marcas. Al menos así se ha visto en otros talayots; ¿incineración, culto a lo divino, sacrificio?... El piso es de pizarra, no calcáreo, por lo que tuvo que ser traído de Calas Coves o Es Migjorn.

El cambio brusco de vida de los moradores de cuando llegaron los romanos– hizo que se columpiara la vida en todos los sentidos y se abandonara la ciclópea estructura en favor de un modo de vida más civilizado utilizado por los legionarios –patricios y centuriones– para descansar su vida de soldados de pago.

Isla de aprendizaje la nuestra en que nos ha tocado vivir –y ahora revivir– a la brisa del Mediterráneo.

Una caseta actual en donde se guarda el material habla de esfuerzo por investigar al hombre primitivo. A un margen del talayot y tras un muro de piedra peor puesto que otros –a su codo– se halló una vasija de barro (hoy en manos de la química) que contuvo los huesos de un crío, o feto, de sexo por definir y edad por concretar, ya que el pensamiento es más largo que el tiempo. Se alumbró la posibilidad de que fuera allí oculto para no resultar indigno de ser enterrado como adulto.

Agujas de hueso se encontraron y desenterraron, y quebrantaron la idea de que los de Curnia sólo hacían vestidos de cuero para si mismos; permutarían acaso por aceitunas y otros productos; primer vestigio de lo comercial.

La moneda –salvo alguna que se halló en otra parte de la isla y era griega– aquí no se halló, ya que estamos en época en que la gente no era dada a esa pretensión. Ni oro ni plata que se utilizaban para no ofrecer muchachas –costumbre no muy arraigada, pero tampoco tan extraña de cuando había demasiadas bocas que alimentar–.

Pilares de piedra hay, superpuestas como gatos sobre una teta. De difícil contemplación sin el miedo. Pero no hay cuidado, o temor por el equilibrio de antaño; todo está planeado. Una larga broca agujerea la piedra que se llena de resina y hace que prime más la seguridad que la caída.

Cualquiera puede entretenerse en tocar las piedras.

Curnia, como Trepucó y otros talayots fueron centros de socialización, de vigencia y transferencia de vida y de intrigas y de personas idas y venidas (ya que estos se alargaron en el tiempo más allá de la baja edad media).

Con el esfuerzo de todos se hizo el talayot más alto, ¿pleitesía al Creador, soberbia del morador?... Hay una naveta de enterramiento no muy lejos. Distinta de las que utilizamos hoy que preferimos enterrarnos bajo suelo.

Curnia –camino del aeropuerto– nos relata nuestra existencia en los riscos. Callada mirada de los hombres que se defendían de los ralos vientos dando posibilidad de vida a los talayots.

El pinar no ofrece patio; no habría solaz luego de largas jornadas de trabajo. Aún así se puede curiosear por el entorno en virtud del observar.

Mito cavernal y talayótico en donde fueron las gentes que nos definieron. Complicados viajes nos datan de muchas partes.

Pero los isleños sabemos que pertenecemos más al amor en la barca que al del campo o la cama.