TW
0

La semana pasada un periódico de tirada nacional titulaba en su portada con grandes caracteres "A qué viene Ratzinger" con una gran foto del papa de espaldas, dejándonos en la incertidumbre de si venía o si se marchaba. Me entristeció el titular por abrir el campo a la descortesía o a la sospecha de las intenciones del visitante. Otras noticias y comentarios sobre la presencia del Santo Padre entre nosotros o el desarrollo de la Jornada Mundial de la Juventud han acentuado mi tristeza por la simplicidad de los argumentos y por la repetición de los tópicos sobre la Iglesia y los cristianos, que se prodigan desde hace mucho tiempo.

Como obispo de esta diócesis me siento obligado a explicar a todos los cristianos las razones de la venida del Papa. Ahora es un buen momento ya que ayer, domingo, concluyeron los actos de la referida Jornada y quien suscribe participó en la práctica totalidad de los mismos. Es, por tanto, un testimonio presencial, aunque también tamizado por las impresiones personales. No puede ser de otro modo y cuento lo que contemplé, lo que escuché y lo que sentí en esa multitudinaria fiesta de la fe que se produjo en Madrid durante cuatro días de la semana pasada. Así lo preveía en un artículo anterior.

Para ir por partes, empiezo por enumerarles los actos que presidió el Papa. Un saludo de bienvenida y agradecimiento a todos los jóvenes en la plaza de Cibeles, un encuentro con religiosas jóvenes y otro encuentro con jóvenes profesores universitarios en el Escorial, un Vía Crucis en el paseo de Recoletos, una visita a la Fundación Instituto S. José para personas con variadas formas de discapacidad, la Santa Misa con los seminaristas en la catedral de Ntra. Sra. de la Almudena, administró el sacramento de la confesión en el Retiro, una Vigilia de Oración en el aeródromo de Cuatro Vientos y la celebración de la Eucaristía en el mismo lugar. También, por supuesto, las visitas protocolarias a nuestras autoridades para saludar, mostrarles su afecto personal y agradecer su colaboración en la organización de la Jornada, terminó con un encuentro con los voluntarios para darles las gracias por su impresionante y eficaz servicio.

Como puede comprobar cualquier lector imparcial todos los actos protagonizados por el Santo Padre y por los centenares de miles de jóvenes que le acompañaron, señalaron los aspectos esenciales de nuestra fe cristiana: escuchar la Palabra de Dios, rezar, celebrar los sacramentos, compartir su preocupación con los necesitados y confirmar en la fe del Señor a todos los cristianos. También usó de las palabras, de los discursos, para recordar los fundamentos de la fe y de la vida cristiana a todos aquellos que, con entera y radical libertad, han optado por seguir a Jesucristo. Porque ésa era la pretensión final de sus gestos y de sus palabras: conseguir que todos los participantes en la Jornada se encontraran con el Señor, manifestaran su alegría por seguir su mensaje viviendo con entusiasmo su pertenencia a la Iglesia y anunciaran sin miedos ni vergüenzas su fe a los hombres y mujeres del mundo entero.

No es este primer escrito mío un desarrollo doctrinal de todos sus mensajes. Lo podemos hacer en los meses siguientes. Recuerdo con agradecimiento las páginas de este periódico que han acercado a todos los menorquines la noticia del acontecimiento y las imágenes de algunas cadenas de radio y televisión que han permitido a todos sacar consecuencias de la participación, de las actitudes de los presentes y de la singular acogida de la inmensa mayoría de nuestra sociedad española.

Solo pretendo ahora insistir en el significado de la venida del Papa: ha venido a recordar lo esencial de la vida cristiana, a participar de la alegría de los jóvenes que buscan a Cristo situándolo en el centro de sus vidas y alertando de las graves consecuencias personales al prescindir de Dios y la exhortación constante a que anuncien al Señor con palabras y con la propia vida. Un viaje claramente pastoral y apostólico.

Ignoro si quien escribió el titular citado al principio habrá quedado satisfecho y la presencia del Santo Padre le habrá alejado de sus encubiertos temores. Habrá comprobado que no ha venido a imponer su doctrina a toda nuestra sociedad, que no ha doblegado el decurso natural de las instituciones democráticas españolas, que no ha hablado de un estado confesional, que no ha querido dar lecciones de economía, de sociología o de geopolítica, que no ha buscado satisfacer las necesidades electorales de unos o de otros insinuando determinada intención de voto, que no ha olvidado en sus palabras a los más necesitados de nuestra sociedad y del mundo entero… y de tantos reproches preventivos que algunos comentaristas le habían atribuido. Espero que se hayan disipado todas las sospechas, todos los miedos, todas las prevenciones ante la visita que, por otra parte, ha sido aceptada con agrado por la inmensa mayoría de españoles y ha sido seguida por la televisión por millones de personas.

Solo me resta resaltar dos impresiones que me han marcado mucho y que agradezco sinceramente: en primer lugar la humildad y la sabiduría mostradas por el Papa en todas sus alocuciones y gestos, tremendamente respetuosos con todos; y, en segundo lugar la alegría, el entusiasmo desbordante y el sentido positivo de las cosas que se manifestaba por calles y plazas de Madrid por parte de los participantes y voluntarios. Con esa base podemos levantar una sociedad más justa y más fraterna. Algunas otras actitudes que destilaban rencor, insultos, burlas y amenazas deslizan a nuestro mundo por la pendiente de la intolerancia, del enfrentamiento y de la irresponsabilidad.

Gracias, Santo Padre, por su visita que ha respondido a las expectativas de la gran mayoría de españoles que le escuchan hablar de verdad, de valentía, de caridad evangélica. Gracias a todos los participantes porque nos han animado, siguiendo el ejemplo del Papa, a vivir con alegría y esperanza el mandato del Señor que se concreta en el amor, en el perdón y en el servicio.