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El debate sobre el copago genera urticaria entre los políticos y miedo entre los contribuyentes, que se ven con el euro en la mano antes de entrar en la consulta del médico. El debate parte de dos errores. El primero es que no hay copago, si acaso hay repago. La sanidad ya está financiada por los impuestos que paga el enfermo en su práctica totalidad. No es gratis. El copago supondría cambiar el principio de justicia distributiva por el principio de justicia individualista, por el cual quien esté más enfermo, que se pague las consultas. La solidaridad cotiza a la baja. El efecto disuasorio de la medida da miedo. Quizá quien renuncie a la auscultación realmente esté más enfermo (y nos acabe saliendo más caro su ingreso posterior en la UVI cuando se le agrave la cosa) que aquél al que le compensa pagar un euro por el ratillo que se pasa, la mar de bien, en el centro de salud, compartiendo dolencias y aprovechando el aire acondicionado. El segundo error es hablar del copago como si no existiera. Pagamos parte de los medicamentos, las prótesis y las gafas. Pero es que el copago va más allá de la sanidad. En la educación, por ejemplo. Educación gratuita, dicen. Para los que tenemos algunos hijos, la adquisición de los libros de texto es una especie de dolorosa operación financiera que cierra el tenebroso ciclo veraniego iniciado por el IBI. Luego, están las pinturas, el lápiz, la goma, el estuche... Y sin genéricos.