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La noche de aquel sábado de agosto, apenas pude conciliar el sueño. Me fui a la cama intranquila y con la misma intranquilidad me dormí. El pensar que al día siguiente iría a Binissafúller, me hacía ir a mil por hora. Antes de acostarme, junto con mi madre dejamos sobre la mesa del comedor las cosas que debíamos llevarnos. El traje de baño, el albornoz que aquella misma tarde tras una semana de coser y descoser, mamá Teresa finalizó. Precioso, al menos esto era lo que a mí me parecía, el primero hecho a mi medida, el que había venido utilizando hasta aquel momento, me lo regaló mi prima Paqui, cansada de usarlo varios veranos.

El mío era de tela rusa blanca, forrado de cuadritos, grandes bolsillos donde guardar estas cosas que se iban recogiendo a la orilla del mar y el pañuelo. Siempre pensando en él. Fui una mocosa. En lo alto de cada lado una estrella de mar en rojo clavada con festón. Y en cada uno de los bolsillos otro dibujo marino que no recuerdo qué debía ser. Por el contrario, en mi memoria conservo a mi madre, calcando en la revista "Labores del Hogar" los motivos que más tarde bordaría. También, sobre la mesa, las alpargatas, las usadas, lavadas y con una ligera capa de aquel líquido blanco con que se pintaban los zapatos. Me las compraban en casa Rosita Abril de la cuesta Deyá. Se quejaba mi madre de lo rápido que me crecían los pies. Hoy pienso que el culpable no eran estos, pero sí que aquella tela de lona al ser lavada se encogiera.

Apenas serían las siete de la mañana, cuando subimos al carro de Lorenzo Gomila Denclar, entonces novio de mi prima Margarita Mas Caules, sobrina de Gori. Lorenzo, al que quise tanto y él tanto me mimó, me conoció cuando yo tendría cinco años. Estaba de aparcero en un vergel de San Juan, de ahí que dispusiera de carro, al que colocó dos sillas de las llamadas bajas. Y partimos mis primos Lorenzo, Margarita y yo sentados delante, atrás mis padres y un montón de cestas, dando la impresión de que íbamos a pasar quince días.

En Xulo, nombre del mulo, al llegar a la carretera que conducía a San Luis, llevaba un buen trote, todos cantábamos, se nos veía felices, mi padre con sus tretas, era molt agradós, haciéndonos reír mientras su hija del alma se creía la reina de aquel paraíso terrenal.

Muy pronto divisamos el molino y el majestuoso campanario de la iglesia y al poco paramos frente el bar d'en Periquet. Los mayores tomaron café acompañando el desayuno que mi madre había preparado, mientras yo bebía una fresca gaseosa.

Recuerdo que Lorenzo repetía, "si lo llego a saber no paramos", varios hombres tenían acorralado al mecánico. Unos proponiéndole que fuera a arreglarle la bomba del pozo, que hacía días que no podía sacar agua, otro quería llevárselo a Alcalfar que le revisara el motor de su embarcación y el resto hacían lo propio, mientras mi madre pedía al responsable del local una aspirina para aliviar el dolor de riñones producido por el trucutruc del carro.

Reanudamos la marcha. Si la carretera de Mahón a San Luis fue malísima, imagínense lo que debió ser hasta llegar a la finca, desastroso, clots i bonys a més no poder. Esto es lo que siempre escuché, para mí fue fantástico. Se salía tan pocas veces de excursión, que al llegar la ocasión era tanta la ilusión que aquellas pequeñeces no se tenían en cuenta. Sa qüestió era anar de vega.

Y por fin, divisamos allá a lo lejos el alto caserón, por la chimenea un espeso humo intentaba mezclarse con las nubes que desde lo alto contemplaba aquel reducido grupo que tras tantas peripecias por fin llegaban a su punto de destino. Binissafúller.

Mi primo Lorenzo no había ordenado al mulo su parada con el ouuuu, cuando la hija de la finca, mi otra prima Margarita Ametller Caules, salió a la barrera del lloc con su talonario y su bolsa a modo de cartera. Por aquel entonces no se podía transitar ni bajar a la playa sin antes haber pagado el correspondiente tíquet. Abriéndoles las barreras, dándoles paso.

Nos fundimos en un abrazo bajo los soportales, oliendo a cal, recién encalados, con un bancal que tanto sabia de historias contadas en las serenas noches de verano, bajo un cielo bordado de estrellas. Macetas, infinidad de ellas, todas sembradas por mi tía Juanita, hermana de mi padre. Al acto vimos subir por el camino de regreso del huerto, mi tío Xico y sus dos hijos Juanito y Jaime, cargados con varios cestos de fruta, ciruelas negras, de porc, amarillas, chinos y sandías. Al llegar a la playa serían bajadas al pozo para que se refrescaran para la hora de la comida.

Antes de continuar, es preciso aclarar que l´amo Xico, Francisco Ametller Ametller, era hermano de mi abuelo materno Juan Ametller Ametller. Aquel se casó con Juanita Caules Llull. Esto hizo que mi madre a la vez de ser sobrina carnal de l'amo Xico era cuñada. Los hijos de este y su esposa Juanita, primos de mi madre y también primos de esta servidora, por ser Juanita Caules Llull hermana de mi padre. Un pequeño lío familiar que podría resumirse en que los tres hijos de Binissafúller y esta servidora éramos primos carnales y fills de cosins. Ellos fueron Ametller Caules y yo Caules Ametller.

Bajamos a la playa, donde mis tíos disponían de la caseta de los señores. Nadamos una y otra vez, zambulléndonos en las limpias aguas de la cala de Binissafúller, las mujeres cogiendo escupiñas y caracoles para dar sabor al arroz, mientras mi primo Juan se dedicaba a la captura de crancs peluts, todo ello contribuiría al arroz que mi tía iba preparando en el fuego de leña. A la sombra de un enorme acebuche, mi padre y mi tío fumaban plácidamente aquel pestilente tabaco de pota, que todos los años sembraba.

Nosotros, los dos peques, nadábamos sumergiéndonos sin cesar, Jaime, mi primo favorito, me hacia reír constantemente. Nos aveníamos tanto… jugando, a la hora de hacer la siesta, contándome aventuras que debí escribir en el momento, hoy serían fantásticas, siempre hablándome de moros que con sus embarcaciones recalaban en la cala y gracias a él huían de la misma. Sobre una de las paredes se encontraba un corn, en casi todas las casas disponían de una de aquellas grandes y blancas caracolas que según las leyendas hacían sonar las payesas indicando "moros en la costa".

Hoy, cuando me entretengo pensando en todo ello, al pensar con aquella mi familia que ya no está, uno tras otro se fueron reuniendo, mi espíritu sale al encuentro de mi tía Juanita que a los cincuenta y poco partió a la Casa del Padre, con los años su esposo hizo lo propio, lo que no es de justicia que aquellos tres hermanos tan jóvenes tampoco se encuentren aquí. Así es la vida, se nace, se muere, sin nada que la entretenga o nos deje gozar de las personas queridas, no hay edad, ni sexo, ni capital que le pueda hacer doblegar la fatídica hoz.

A través de los años he vuelto a bajar a la cala de Binissafúller, pero ya nada es igual, infinidad de barcas y veleros fondeados. Casetas, chalets, paseos que bordean el lugar, coches aparcados. A lo lejos se escucha la música de algún transistor, todo muy bien puesto muy bien colocado y adecentado, pero ha perdido la gracia, ha dejado de ser la cala que de pequeña viví, la que en el invierno mi querido primo Jaime bajaba de buena mañana, tras el ordeño para recoger lo que el mar había entrado. Maderos, troncos, utensilios desprendidos de algún vapor. Él intentaba vender cuanto podía recogiendo unas pesetillas para ir al cine de su pueblo al que tanto quería, el de San Luís, donde tenía amigos y muchos conocidos.

Al nombrar a sus amigos, me ha dado la sensación de oírle como iba describiendo sus cacerías con es filacs y la venta de cucs para enganchar a ses lloses. Y lo que sí quedó en mi mente gravado fueron sus barquitas de corcho que con tanta paciencia realizaba, mientras su madre le cosía blancas velas hechas de un retazo de trapo.
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margarita.caules@gmail.com