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Los patios de luces pueden ser traicioneros, pensé ayer mientras asistía involuntariamente a las tensiones que provoca la vuelta a casa. Acaban las vacaciones, se llenan maletas de cachivaches y suspiros por el tiempo de asueto agotado. El adiós estival de muchos coincide con el de Xavi, que regresa a Barcelona después de seis años en Menorca, y se suma a las despedidas recientes de dos "Carlos", que por motivos profesionales han dejado de formar parte de mi panorama cotidiano, y de otras vividas anteriormente. Quiero pensar que en todos los casos hay más de "hasta luego" que de "adiós", pero la sensación que me embarga es idéntica. El tiempo que no compartes no vuelve, el café que te dejas de tomar, la tarde de playa que planeaste y cancelaste, la conversación que aplazas, no vuelven. Cada momento es único e irrepetible –si no lo vives cuando toca, ya no lo vives–- como único e irrepetible es cada lugar y el paisaje humano que lo conforma. Tan importantes son las personas que habitan tu espacio, la gente con la que compartes un sitio, que cuando esas personas se van, cuando la gente no es la que era, no puedes evitar preguntarte si sigues estando en el lugar que amabas, el lugar del que no sabes bien ni cómo ni por qué te enamoraste.