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La noticia de la muerte de D. Prudencio Mur era recogida recientemente por la edición aragonesa de un diario nacional, con el titular «El primer barbero de Juan Carlos I». Tratándose de una persona de cumplidos noventa años, su muerte entraba en la lógica de nuestra existencia terrenal. Pero había algo más y el título ya lo anunciaba. Pronto encontró amplio eco en las redes de la oficialidad del Ejército de Tierra y de la Guardia Civil, donde era conocido como «el general Mur». Más de cincuenta promociones de la Academia General Militar de Zaragoza habían pasado por los útiles y las manos de aquel querido peluquero, ejemplo de servicio, de disponibilidad, de educación y de respeto. Bien podría decirse hoy que formaba parte del plan de estudios de la General porque contribuía a completar la formación humana de aquellos cuadros con su ejemplo. No solo de trigonometría y de táctica se forma un oficial.

S.M el Rey en 1955 y treinta años después el Príncipe D. Felipe son testigos de su lealtad y hombría de bien, que no se circunscribía solo a su labor profesional. Don Juan Carlos, que al parecer fue afeitado a navaja por él por primera vez, le confiaba incluso su correspondencia privada para depositarla en correos. ¡Que importante es ganarse la confianza plena de una persona! El propio Monarca le impondría personalmente una sencilla Cruz del Mérito Militar de tercera clase en 1978.

Por supuesto me uno al dolor de su familia y de todos mis compañeros de armas y me siento obligado a extraer una última lección del curso de su vida en el seno de las Fuerzas Armadas. Son muchos los «generales Mur» que cubren parcelas importantísimas en nuestras organizaciones. Sería injusto no asignarles su parte proporcional en esta buena valoración que tiene la sociedad de ellas, reflejada en frecuentes encuestas de opinión.

Al contrario de algunos políticos que se aproximan a nuestras filas y en dos semanas ya se sienten «napoleones» o que en un mes ya se autoconceden grandes cruces o nos imponen sin consenso leyes que acarrean miles de recursos, Mur se sentía feliz con una de tercera clase concedida a los 38 años de servicio. En este tiempo, no en un mes, consiguen las grandes cruces los «otros» generales y almirantes, siempre que no acarreen arrestos, siempre que hayan superado las constantes y duras pruebas a que obliga el servicio de las armas.

Nuestros «generales/generalas Mur» aportan humanidad, buen consejo, experiencia, sentido de la responsabilidad. Dan consistencia y estabilidad a muchos destinos en los que los cambios de oficiales y suboficiales son frecuentes. Y se integran con los uniformados en cuerpo y alma: he visto llorar a más de uno en Alcalá de Henares, en Toledo o en San Clemente Sasebas, ante accidentes graves.

El cadete o alumno de Academia tiene un radar especial para asignar motes a sus profesores. En mis tiempos, pocos se libraban. Algunos eran sencillamente agudos, como el de llamar «tarugo» a un capitán de apellidos Manzano Seco, o de «engañalosas» al que andando en larga sala dedicada a biblioteca y estudio, cruzaba los pasos al estilo de nuestras más sofisticadas «top model». No repito otros motes más crudos porque no encajarían con el horario protegido en el que escribo estas notas. Pero sí les digo que el de «general» asignado a Prudencio Mur estaba más que bien elegido. Por algo sería.

Sirva esta reflexión como homenaje a la persona querida, pero sobre todo a cuantos funcionarios y laborales sirven en las Fuerzas Armadas. Un trozo muy importante de nuestros éxitos está en sus manos y en su actitud, cuando pienso en tantas bases, parques, arsenales, secretaría y almacenes. ¡Aquellos sastres de la Brigada Paracaidista que sentían un roto en un paracaídas que pudiese provocar un accidente, como un desgarro de su piel! ¡O los intérpretes que en Bosnia, en Kosovo, en Irak o ahora en Afganistán siguen fielmente a sus mandos arriesgando con ellos todos los peligros de la guerra! ¡Incluso al personal de las empresas que modernamente se hacen cargo de servicios externalizados, que codo con codo con nuestros soldados viven lejanías familiares, miedos físicos, incomodidades e incertidumbres! Todos somos uno. Todos comparten alegrías y dolores. Todos somos un trozo vivo de la sociedad, llevemos la vestimenta que llevemos.

En tiempos de egoísmos, de radicalizaciones,–¿por qué no decirlo?– de traiciones, el ejemplo marcado por las personas sencillas y leales nos da el rumbo acertado, si queremos hacer de nuestra vida un servicio a la comunidad. Muchos tuvimos la suerte de ser formados en este sentido. Se nos enseñó a querer y respetar, se nos enseñaron deberes antes que derechos.

Algo de todo esto se lo debemos soldados y guardias civiles formados en la Academia de Zaragoza al «general Mur».