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No lo duden: al margen de la machacona oferta de proyectos políticos para salir de la crisis, las elecciones generales del próximo 20 de noviembre vendrán a coincidir de hecho con las rebajas de otoño. Por supuesto que no me refiero a las rebajas de El Corte Inglés, sino a la inauguración de una larga etapa de drásticos recortes que con toda probabilidad deberá pilotar el PP de Mariano Rajoy.

En estas semanas en que muchas acciones políticas se interpretan inevitablemente en clave electoral, la capacidad de asombro no admite retrocesos ni recortes. Si se tiene bien asimilado este aserto, el quid de la cuestión radica en no dejarse avasallar en el campo de la dignidad personal ni dejarse embaucar en el pantanoso terreno de las promesas electorales... que luego se incumplen.

Como se ha avisado que España se halla en situación de emergencia, no hay que extrañarse si la reforma de la Constitución para garantizar la estabilidad presupuestaria del Estado y sus comunidades autónomas se vende como una vía imprescindible para calmar a los mercados y satisfacer las exigencias de Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, los dirigentes de la Unión Europea de Alemania y Francia (UEAF). Cierto es que, empujada por el planteamiento de fijar unos límites a los déficit estatal y autonómicos, la citada reforma constitucional se ha tramitado con inusitada precipitación parlamentaria y sin dar opción a que se pronunciara el pueblo soberano mediante referéndum. Con su apresurado acuerdo constitucional, el PSOE y el PP han vuelto a ratificarse en su coincidente idea de que este país resiste sin mayores problemas el bipartidismo, pese al comprensible cabreo de los partidos minoritarios. En todo caso, los periodistas y analistas políticos cuentan desde ya con abundante material de cara a sus crónicas y artículos de los días previos al 6 de diciembre en que la carta magna cumplirá sus 33 años de existencia.

Había que tranquilizar a los mercados y a los dos mandamases de Europa. Ahora sin embargo habrá que dar otras explicaciones más urgentes y cuyo nudo podría concretarse en las siguientes preguntas: ¿cómo se tranquilizará a los ciudadanos españoles, y más concretamente a la clase trabajadora, ante la previsible oleada de incesantes "rebajas" que se avecina? ¿Conseguirán Rajoy y Rubalcaba calmar mínimamente a los millones de trabajadores, autónomos y empresarios inmersos en la prolongada y tormentosa crisis económica?

Ya no cabe recurrir al tópico del otoño caliente. Si la reforma constitucional que fijará unos topes de déficit suscita una justificada inquietud por la situación económica que vaya a atravesarse en el horizonte de 2020, en el plazo inmediato existe gran preocupación por otra reforma, la laboral, que ha cosechado una sucesión de fracasos.

Los datos del paro en agosto no permiten salir del aparcamiento del pesimismo. Pese a ser el mes de más intensa actividad productiva en la economía de Balears, las cifras han continuado siendo negativas. Además, con el predominio del empleo precario y de los contratos temporales mal retribuidos, así como la pérdida de derechos laborales que se plasmará en los despidos y en la renovación de los convenios colectivos, difícilmente podrán lograrse avances positivos en el mercado de trabajo.

Se augura pues un otoño de tensiones y con un creciente descontento social. Y ya no se tratará simplemente de apaciguar y tener bajo control a los sindicatos y los indignados del 15-M; la misión principal del nuevo Gobierno deberá centrarse en calmar al conjunto del pueblo español, asegurarse su confianza y evitar que las personas de clase media y las más desfavorecidas continúen siendo las que cargan con las consecuencias más graves de la crisis.

Por todo ello, acabo este artículo con una última pregunta: ¿hasta qué punto se vislumbran garantías fiables en el horizonte económico para que la tranquilidad que se persigue pueda alcanzarse desde el neoliberalismo triunfante?