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Hay que convenir que la proyección pública de un político adquiere mayor relevancia en función del número de veces que aparece en el telediario. Si la razón de sus presencias televisivas obedece a que formula unas declaraciones sobre cualquier tema (sean importantes, interesantes, irrelevantes, inoportunas o sencillamente prescindibles), se entiende que su papel es más meritorio que si se tratara simplemente de contabilizar su asistencia a reuniones o actos en que no tiene una función protagonista. El alcance de la influencia de los medios -en particular la televisión- en el ejercicio de la actividad política es una cuestión siempre muy presente en la sociedad.

La televisión es un arma social muy poderosa, incuestionable cuando se pone en manos de los políticos. Se ha visto recientemente en nuestra comunidad autónoma con el hecho de que el mando de IB3 se haya confiado con carácter provisional al conseller balear de Presidencia, Antonio Gómez, una decisión francamente original y al mismo tiempo desconcertante. Tras la dimisión irrevocable del director general, Pedro Terrassa, y para no paralizar o bloquear la gestión del ente, hubiera sido lógico que asumiera la responsabilidad el subdirector general, pero se prefirió enmendar un vacío legal -eso se adujo- optando por el camino más corto, el del pitorreo, y el más desacertado políticamente al nombrar al conseller Gómez. (Para liarla más en el terreno jurídico, el conseller y nuevo director general no tardó en anunciar la delegación de competencias de la dirección general en el actual director técnico y de explotación, Jacobo Palazón, para que ejerciera de hecho funciones de director general sin ser director general, aunque el PP ha decidido ya que en los próximos meses el Parlament, gracias a la mayoría absoluta, dará luz verde al nombramiento de Palazón como sucesor de Gómez en la dirección general de IB3. Y mientras tanto Palazón, sin ser todavía director general, designa un nuevo equipo directivo). Cuando se tomó tan insólita decisión, la oposición parlamentaria intentó montar un escándalo, aunque las protestas se apagaron muy pronto. Creo recordar que incluso se aludió a la tremenda reacción que se originaría en las filas del PP en el supuesto de que el ministro Manuel Chaves hubiera sido nombrado presidente de RTVE tras la renuncia de Alberto Oliart. De prosperar semejante dinámica, no habría que sorprenderse si un buen -o mal- día el conseller Carlos Delgado o el ministro Ramón Jáuregui se presentaran voluntarios para cubrir la información política en IB3 y TVE respectivamente. Quien sabe si, una vez superado el impacto inicial, los telespectadores se acostumbrarían a la novedad y la aceptarían sin rechistar siempre y cuando los datos periodísticos aportados conservaran la fiabilidad exigible.

Pero no me extenderé sobre este tipo de hipótesis porque mi propósito hoy es otro muy diferente: quiero referirme a la tarea que para unos pocos políticos conlleva salir en el telediario y que, según se asegura en círculos políticos, acostumbra a resultar agotadora si se dan por válidas determinadas razones y circunstancias. ¿Agotadora? Pura exageración.

Pregunten por la jornada laboral a un albañil o a un agricultor.

En cualquier caso, en la presente campaña electoral del 20-N, iniciada de hecho tan pronto como José Luis Rodríguez Zapatero comunicó su renuncia a ser de nuevo candidato, es digno de admiración -o acaso de rechazo- comprobar como Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy se afanan para aparecer cada día en el telediario, en todos los telediarios. Motivados como es obvio por sus intereses electorales, sienten una imperiosa necesidad de salir en el telediario. Al respecto importa precisar que la expresión "salir en el telediario" no debe entenderse en su sentido restrictivo como la que se ciñe a los minuamativos televisivos de mañana, tarde y noche, o a la conocida oportunidad de pronunciar los mensajes de mayor calado en un mitin justo cuando se realiza una conexión en directo. Salir en el telediario abarca hoy día un significado más amplio, implica en realidad una completa estrategia para garantizar una generosa presencia diaria en los distintos medios de comunicación, sean audiovisuales o escritos.

El 20-N se presenta como un decisivo combate entre los dos partidos hegemónicos y sus candidatos a la presidencia del Gobierno tienen que cumplir con unas agendas atiborradas de actos y compromisos. Es verdaderamente impresionante que cada día que pasa tengan algo que declarar o proponer ante la opinión pública, ante sus militantes y sus futuros votantes. Nunca fallan. Nunca callan. No se cansan. No se rinden. Ni creo que tampoco se hayan preguntado si cansan y aburren a sus auditorios. Están en campaña y poder contar con una breve siesta reparadora es todo un lujo. Ya llevan así muchas semanas y quedan muchas más. Claro que es asimismo deslumbrante la capacidad de trabajo de los respectivos equipos de asesores que programan sus campañas y su día a día, ya que así facilitan enormemente la labor -y en ocasiones hasta el lucimiento- de los candidatos.

Bien sabe el lector que la jornada para Pérez Rubalcaba y Rajoy empieza a horas muy tempranas, solicitados por los primeros debates radiofónicos y televisivos o para atender entrevistas de prensa previamente concertadas, continúa con reuniones con sus ejecutivas o con entidades diversas, con su obligada participación en numerosos encuentros electorales y termina hacia la medianoche si hay que asistir a cenas fuera de casa o son reclamados por tertulias nocturnas. Se requiere sin duda una salud de hierro.

La jornada, por otra parte, también suele resultar extenuante, o cuando menos un pelín estresante, para los periodistas a quienes se encarga el seguimiento electoral de unos candidatos que son capaces de implicarse en un montón de historias y problemas a diario, desde la reforma exprés de la Constitución -el controvertido artículo 135 sobre la estabilidad presupuestaria del Estado y las comunidades autónomas- al hecho -la mar de chocante- de vender que saben cómo combatir la lacra del paro, lo cual sin embargo no contribuye a eliminar el escepticismo imperante puesto que el desempleo sigue afectando a más de cuatro millones de trabajadores.

Visto lo visto, parece que a todo candidato con serias posibilidades de presidir el Gobierno se le exige que sepa tocar mil teclas. (Por razones obvias no incluyo aquí al dirigente de la derecha nacionalista catalana Josep Antoni Duran i Lleida, quien tras el 20-N seguirá ejerciendo sin más de Duran i Lleida, valga la redundancia). De modo que tampoco conviene olvidar que de tanto aporrear el teclado siempre se corre el peligro de acabar estropeando el piano. En tal caso, de poco o nada habrá servido salir en el telediario, querer acaparar sus minutos de oro. Además, por muchas vueltas que pretendan darse en torno al tema, candidatos, partidos y votantes son conscientes de que en última instancia corresponde a las urnas -y no a los telediarios, los mítines o los sondeos- decidir las victorias y derrotas electorales.