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El pasado 11 de septiembre Benedicto XVI se traslado a la ciudad italiana de Ancona para clausurar el XXV Congreso Eucarístico Nacional. Este elevado número de tales asambleas que se han ido celebrado en Italia es ya un exponente de la vitalidad cristiana que a lo largo de algo más de un siglo, tiempo de no pocas dificultades y peligros para la sociedad, han marcado la vida de la Iglesia Católica.

Fue, en efecto, a partir de 1881 que se fueron realizando estas concentraciones de fieles para agradecer el don del misterio eucarístico que configura y sostiene el al pueblo de Dios en su largo peregrinar que, según expresaba san Agustín, se realiza «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (La Ciudad de Dios, XVIII, 51, 2). La intuición de promover esos congresos la tuvo una mujer francesa, Emilie-Marie Tamisier. La historia del cristianismo está colmada de fructíferas iniciativas debidas a beneméritas mujeres y que han producido abundantes frutos, sin tener sabor alguno de exigencias o protestas, antes bien propuestas con ilusión y solicitud por el bien del pueblo cristiano.
Ancona es una ciudad maravillosa situada en la costa del Adriático en un brazo de tierra que avanza hacia el mar, formando como un codo, de donde proviene el nombre de la población, puesto que ankon en griego significa codo. Es el mejor puerto de aquel mar que baña las costas del Este en Italia. Se ha dicho que «el mar y los barcos son el alma de Ancona. Fue una república independiente durante la Edad Media y está llena de interesante monumentos religiosos, como su catedral románica, y civiles, como un amplio y espléndido lazareto, ya que como en nuestra ciudad de Mahón, otro de los mejores puertos del Mediterráneo, también allí se construyó un famoso lazareto en el siglo XVIII.
El lugar de la celebración de la clausura del Congreso Eucarístico, que presidió el Santo Padre, se hallaba en la orilla del mar, en la explanada del Astillero, a los pies de la colina sobre la cual destaca la bella Catedral de San Ciríaco. El azul del mar y la luminosidad del día constituían un marco espléndido para la celebración eucarística; las grúas e instalaciones portuarias venían a ser como un vistoso adorno de ese inmenso templo de una espléndida naturaleza en donde se había reunido una enorme multitud, de por lo menos unas cien mil personas.

Benedicto XVI en la tarde del mismo día, en la Plaza del Plebiscito de la ciudad, se dirigió a un gran número de parejas de novios o recién casados y su alocución se centró sobre el texto evangélico que trata del milagro del vino que obró Jesús en las bodas de Caná de Galilea. Las colinas de aquella región llamada de las Marcas, cuya capital es Ancona, están como tapizadas de viñedos, ya entonces en el punto de la labor de la vendimia. Y, mencionando la discreta petición de la Virgen a Jesús, diciéndole: «No tienen vino», el Papa decía: «Falta el vino de la fiesta también a una cultura que tiende a prescindir de criterios morales claros: en la desorientación, cada uno se ve impulsado a moverse de manera individual y autónoma, frecuentemente en el único perímetro del presente. La fragmentación del tejido comunitario se refleja en un relativismo», y añadía: «Queridos jóvenes, ¡no tengáis miedo de afrontar estos desafíos! No perdáis nunca la esperanza. Tened valor también en las dificultades, permaneciendo firmes en la fe. Estad seguros de que en toda circunstancia, sois amados y estáis custodiados por el amor de Dios, que es nuestra fuerza. Dios es bueno».

En la celebración eucarística de la mañana, el Santo Padre ponía de relieve que la fuerza y el vigor que se necesita para ser consecuentes con la fe, la encontramos en la Eucaristía, el gran don sacramental recibido de Jesús y en el que Él se hace presente, renueva el misterio pascual y nos alimenta con ese pan que nos da Vida. «Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento al entramado ordinario de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir al que está desnudo, visitar al enfermo y al preso».

Frente a las colinas y los campos de cultivo de Ancona cobran especial sentido las palabras acerca del pan que se leen en uno de los documentos litúrgicos más antiguos de la Iglesia llamado la Didajé, donde aparece una plegaria eucarística, que dice: «Como este pan partido estaba antes disperso por los montes, y recogido se ha hecho uno, así se recoja tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por los siglos, por medio de Jesucristo» (Didajé, 9, 4).