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A veces, en noches tan despejadas como la del viernes, mi alma se eleva hacia la inmensidad, me veo tan insignificante, ante la grandeza de mi Dios, que me consuelo volviendo a mi estado infantil, incluso a veces dudo si crecí alguna vez, si me volví una chica mayor o continúo jugando en mi plazoleta, refugiándome en los brazos de mi madre cuando al atardecer, al encender las luces de la calle, desde la esquina, gritaba "Margariteta"… corriendo hacia ella mientras sus dulces manos intentaban componer mis pelos revueltos, los que se habían desprendido de las trenzas que ella, mamá Teresa, todas las mañanas me hacía rematándolas con dos lazos, no sin antes haber escuchado todo el vecindario mis ays y uys, debido a los inevitables tirones por mor de tener el pelo tan rizado.

En la acera enfrente de mi hogar, en la esquina con la de San Sebastián, había un caserón enorme. En los bajos una taberna, la del señor Policarpo Trinidad. Recuerdo es taulell, lo veía altísimo, tan solo apto para gigantes. Gigantes eran los que allí se paraban a tomar su vino de garrafa, su gin o aguardiente, desde afuera solía escucharse "una cazalla", o "un anís". Los carreteros, al cargar algún motor o material pesado que tantas veces dejaban o se llevaban del garaje de Gori, mi padre los invitaba en casa de Policarpo. Recuerdo a un hombre corpulento, muy alto, de pelo rizado, por lo menos es tal como yo lo veía, al igual que a sus hijos. Aún hoy conservo muy buena amistad con Vicente, al que aprecio, y él a mí.

En los altos vivía Miguel Gelabert Riera. Los niños le llamábamos l'avi Miquel. Un autentico santo del cielo, que trabajaba en el vivero de langostas del señor Maspoch en la cala del Fonduco. Todos los días iba y venía a pie de su casa al trabajo, con su cesta de esparto, tapadera incluida. En aquel cesto llevaba la comida. Su esposa, Maria Sans Garriga, anciana encantadora que en verano nos entretenía con sus rondalles. Ambos eran naturales de Fornells. Al intentar repasar casa por casa a los vecinos de mi calle observo que la mayoría provenían del blanco pueblecito ribereño. El matrimonio tenía dos hijas, las dos viudas. Maria Gracia e Isabel, esta vivía con sus padres.

La mayor, con dos hijos, Lolita y Miguel, residía en Barcelona, contrajo segundas nupcias con Pedro Rosique Sánchez, aumentando la familia con una niña, Maribel.

Precisamente Rosique, al enterarse de que aquella casa donde vivían sus suegros estaba a la venta, la compró pensando en restaurarla, que es lo que hizo, destinando la planta baja a bar, al que llamaron El Miami, y que regentarían Lolita y su esposo, José María Iglesias Lefranc, una pareja encantadora que se integró en aquel lugar tan familiar.

En la primavera de 1960 se iniciaron las obras, en primer lugar hubo algo de derribo, estaba todo tan viejo… Corrió a cargo de Francisco Vinent –conocido popularmente como en Paco 29, excelente contratista que disponía de operarios muy cualificados–, el fontanero Gibeli y los electricistas hermanos Saura. Fueron los carpinteros los propietarios del taller situado frente lo que llegaría a ser el Miami, Juanito Benejam y es valencianet, que por el decir de los atendidos, trabajaban molt bé.

Mientras se iban llevando las obras adelante, los vecinos xuruaven cómo se estaban llevando acabo, los comentarios eran para todos los gustos. Entretanto unos decían que no acabaven mai, otros… que ni la Sagrada Familia… Pues claro que sí que duraban una eternidad, se estaba realizando una obra nueva en lo que era un cuchitril. Dotándola de desagüe, algo impensable, beneficiándose aquel tramo de mi calle, con alcantarilla, enlazándola con el Trocadero. La restauración de la antigua taberna benefició a muchos. De momento supuso un ahorro de tres duros semanales que se pagaban en es suquero.

Por fin llegó septiembre y con él las fiestas de la Virgen de Gracia. Aquel día siete, dissabte de festes, se inauguró el bar Miami, con júbilo y alegría por parte de los propietarios y del vecindario. Gracias al nuevo local se dispondría de un punto de luz importante, una banderola en la esquina que se observaba de ben enfora. En el centro de la plazoleta, una bombilla amparada por una mampara, atada por un largo hilo de conducción eléctrica que llegaba frente al número ocho, los días de tramontana, se le escuchaba su ir y venir como si de una campana se tratara. Con este detalle, pueden suponer la oscuridad que reinaba antes del rótulo en que se leía: "Bar".

Qué bonito y moderno estaba el Miami, precioso. Sus mesitas vestidas con manteles de granité en colores suaves protegidos con cristales. Una cafetera, que junto con el café de la casa, dio a conocer aquel lugar como una de las mejores cafeterías de Mahón.

Seis altos taburetes frente la barra, desde donde se servían riquísimas tapas elaboradas por José Mª. Iglesias, todo muy bien puesto, muy limpio, con una charcutería de máxima calidad. En lo alto de la puerta que conducía a los lavabos, un aparato de radio, que hacia callar a la clientela, cuando competían el Barça, el Madrid, el Español, el Betis… Sin olvidar las acaloradas discusiones por parte de la clientela de los añorados Unión y Menorca.
(continuará)
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margarita.caules@gmail.com