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No sé hasta qué punto hay que conceder credibilidad a la afirmación de que la acción de gobierno se halla seriamente semiparalizada en Menorca, en la Comunidad balear y en España, pese a los contundentes resultados de las elecciones locales y autonómicas de mayo pasado y a los unánimes pronósticos que a diario se reiteran sobre los comicios legislativos del próximo mes. Al PP le llueven los palos de la izquierda en la política municipal y autonómica, mientras que no cesan los ataques de la derecha al PSOE por su política estatal, principalmente por su errática gestión de la crisis económica, y por su política autonómica. Mientras tanto, Rodríguez Zapatero ya puede leer, con una anticipación totalmente previsible, las necrológicas políticas que le dedican en medios que llevan unos cuantos años clamando por el cambio. Todas las fuerzas políticas reclaman un cambio. Se pide a izquierda y derecha del PSOE, sobre todo desde un PP volcado en hacer realidad su cambio a partir del 20-N. Mariano Rajoy aguarda, confiado, su tercera y definitiva oportunidad.

La situación próxima a la parálisis se atribuye mayormente a la crisis, a la desastrosa e irresponsable gestión de los gobernantes anteriores y, como consecuencia de ello, a la falta de dinero en unas arcas vacías y con la acumulación de unas deudas escandalosas. Sin dinero, sin facilidades para acudir al crédito y con unos ingresos muy alejados de los que se registraban en los años de bonanza, el gobierno de las instituciones es una tarea harto complicada.

En los tres ámbitos de la administración pública las expectativas políticas están centradas en la próxima convocatoria electoral. Sus resultados marcarán el rumbo de los presupuestos y éstos a su vez permitirán definir y concretar el alcance de los futuros recortes que van a operarse en los próximos años. Al observar las confusiones, indecisiones y contradicciones reinantes en Europa, los recortes aplicados hasta ahora quizá sean un simple aperitivo en el proceso transformador que le aguarda a este país.

Nadie desea que se desmantele el estado de bienestar, pero no se descarta que finalmente se vea suplantado por el estado de resignación. Aunque, en un estadio más avanzado, lo que en verdad se teme es asistir a la reafirmación del estado de sumisión. Me refiero a la sumisión de la política a los intereses del gran capitalismo global, el que solo se preocupa de obtener el máximo beneficio en el inmenso mercado de inversiones; apunto igualmente a la relajación e impotencia de la política frente a los movimientos de los capitales especulativos que se zafan de la legislación fiscal, se abonan al fraude como norma de conducta y se refugian, satisfechos y descansados, en sus paraísos.

Porque el gran capital de la globalización va a lo suyo y se vale de las agencias de calificación crediticia para asegurar el buen desarrollo de su actividad. Con su medición de riesgos, con la emisión de sus notas de solvencia estas agencias prestan sin duda un valioso servicio a los mercados financieros. Las agencias calificadoras han sido uno de los más eficaces inventos ideados por el capitalismo adinerado, valga la redundancia. Su función es doble: Por un lado posee un importante componente asesor para encauzar y garantizar el éxito de las inversiones financieras y, por otro, cumplen con su objetivo de amedrentar, esto es, advertir y recordar a los poderes públicos sobre quiénes controlan realmente el mundo de las finanzas.

La larga crisis actual ha acentuado el fracaso de las instituciones democráticas en orden a alterar los términos de predominio, de modo que la economía sigue mandando sobre la política. Y no parece que por ahora vayan a surgir novedades y dudas al respecto. Manda la economía y el gran capital rechaza y esquiva todos los intentos regulatorios. La debilidad y el desconcierto del poder político quedan al desnudo.

Esta situación invita a plantearse cómo combatir el triste complejo de inferioridad de la política, cómo estimular una acción de gobierno más productiva. Un camino útil podría ser el de valerse de una estrategia similar a la que rige en el mundo financiero y crear, desde la más escrupulosa independencia, agencias dedicadas a valorar la solvencia de la clase política, la solvencia de legisladores y gobernantes. Unas agencias puestas al servicio del interés de la ciudadanía, no al interés del capital.

El presidente del Ejecutivo central, ministros, diputados y senadores y, por extensión, los titulares de gobiernos autonómicos y los alcaldes se someterían al examen de esas agencias para evaluar con el máximo rigor su bagaje formativo, su grado de credibilidad, su coherencia, su capacidad de gestión, sus dotes negociadoras y sus aptitudes, entre otros parámetros que determinarían el ascenso o rebaja de escalones así como las perspectivas de futuro, positivas o negativas, de los políticos incluidos en el proceso calificador. Así pues, se elaborarían notas del siguiente tenor: "El presidente Tal y Cual roza los lindes de la ineptitud política total puesto que la calificación de su programa de gestión ha pasado en el último semestre de Baa1 a Baa4". O bien: "La solvencia política de la diputada Cual y Tal ha bajado de Aa1 a Aa3".

Las sorpresas podrían ser mayúsculas e incluso divertidas. O puede que patéticas.