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Se acabó la fiesta. Pese a las abundantes proclamas que se suceden en estas fechas de campaña electoral, hay que ser sensatos y reconocer que habrá que olvidarse, durante unos cuantos años, de los avances que propició el Estado de bienestar. El estancamiento de la economía española cuestiona la viabilidad de muchos de los planteamientos formulados por los principales candidatos. Ante la contundencia de los recortes llevados a cabo en los últimos meses, y dando por sentada su previsible continuidad en la próxima legislatura si se confirma la victoria del PP, no parece que buena parte de la ciudadanía vaya a prolongar indefinidamente su actitud de brazos cruzados y asista, pasiva, a la paulatina restricción de derechos y a la supresión de servicios sociales básicos. Entre otras razones, porque la realidad muestra a diario que no se frena el cierre de empresas, el reajuste de plantillas y el incremento del paro. Y aun cuando un amplio segmento de los trabajadores sin empleo recurre a la economía de la chapuza para redondear la prestación social que recibe de las arcas públicas, o en el peor de los casos para sustituirla, resulta evidente que la economía que no se retrata ante la caja oficial perjudica seriamente a la economía que sí atiende sus obligaciones de cotización. En cualquier caso, la pobreza y la exclusión social han penetrado en muchos miles de hogares durante los últimos tres años. La crisis se ha cobrado ya demasiadas víctimas.

Son todavía numerosos los factores que obstaculizan la vía de la recuperación y crecimiento de la actividad económica y es cierto, por otra parte, que no bastará con abogar por las políticas de austeridad y fuerte recorte del gasto público. La crisis obliga también a intensificar la recaudación de ingresos para favorecer la capacidad inversora de las administraciones públicas. Y de ahí que deba lamentarse ahora la irresponsabilidad política de los gobiernos del PP y PSOE al no aprovechar los años de bonanza para combatir con decisión la economía negra.

La pretendida coherencia de los políticos en este terreno llega tarde, demasiado tarde, cuando el desempleo se encamina hacia los cinco millones de parados y cuando el peso de la economía sumergida supera ya el 23 por ciento del PIB nacional –el 19 por ciento en Balears–. El hecho de que Alfredo Pérez Rubalcaba diga ahora que ampliará la prescripción de los delitos fiscales desde los cinco años que rigen en la actualidad hasta los diez años no deja de ser una simple promesa, una más. Pero la credibilidad del candidato socialista sigue tocada. Las preguntas son inevitables: ¿Por qué no acordó en su día tal ampliación el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero? ¿Por qué tampoco intervino el Gobierno de José María Aznar?

Llegan tarde las iniciativas para atajar la economía sumergida y eliminar la enorme bolsa de fraude fiscal. Así lo han subrayado los estremecedores datos difundidos por los técnicos e inspectores de Hacienda en sus respectivos congresos nacionales celebrados recientemente en Palma y Cádiz. Valga recordar al respecto que el impacto de la economía sumergida asciende, según GESTHA, a más de 244.000 millones de euros, y de ellos algo más de 5.000 millones se generan en Balears. Los técnicos de Hacienda han propuesto una serie de medidas que permitirían incrementar en un 33 por ciento la recaudación, lo que se traduciría en unos ingresos de 53.900 millones de euros. De esa cantidad, más de 38.000 millones podrían obtenerse si se aplicara un severo programa marco para combatir el fraude del dinero negro; y en la Comunidad balear la recaudación podría aumentarse en más de 1.200 millones. La magnitud de estas escandalosas cifras describe la clamorosa desidia exhibida durante tanto tiempo por la Administración pública y llevan a preguntarse por qué no se actuó cuando los años de expansión económica, mucho antes de la profunda crisis en que se halla sumida hoy España.

La lucha contra el fraude fiscal con la dotación de más medios humanos y técnicos, evitar la evasión de capitales hacia paraísos exteriores, corregir la gran desproporción existente en la fiscalidad de las rentas de capital y trabajo, o la revisión al alza de la tributación de las sociedades de inversión de capital variable son unas medidas indispensables para alimentar a las cuentas públicas con unos mayores ingresos. En esta dura etapa de estancamiento económico las razonables propuestas de los técnicos e inspectores de Hacienda no debieran caer en saco roto. No pueden ignorarse. Porque a raíz de los retrocesos del Estado de bienestar se impone reivindicar cuando menos el Estado de justicia social.