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Las cifras que denuncian la escasa participación de la ciudadanía en los asuntos públicos incluso en países de larga tradición democrática, Estados Unidos por ejemplo, son poco alentadoras. Y si a este dato se añade el hecho de que el género de participación que se da consiste en el mejor de los casos en echar cada cuatro años mas o menos una papeleta en una urna, queda claro cuan bajo es el nivel de esa intervención del hombre de la calle en la gobernanza de su pais. No es éste ciertamente un sistema válido para conocer bien cuál es la que pomposamente se llama opinión pública ni para detectar de modo fiable lo que piensan y sienten los votantes de buena fe aunque fueran, que no lo son, una mayoría de los ciudadanos de una comunidad concreta. Qué lejos estamos de ese objetivo de las condiciones que deben esperarse de una democracia deliberativa que como apunta en un interesante estudio Michel Wievorka ("Entre el sujeto personal y global, qué mediación") suponen el acceso igualitario a todos los espacios de participación, la posibilidad de que todos se expresen sin correr el riesgo de represalia, la capacidad para que cada uno intervenga en la discusión y se pueda hacer oír, el acceso a la información y participar activamente en la deliberación publica. En la práctica ninguna de esas condiciones se cumple del todo en este momento histórico.

Esa lejanía explica y justifica la desafección de los jóvenes y los no tan jóvenes de la política, un fenómeno bien conocido entre nosotros y respecto del cual lo que conviene no es lamentarse de su ostentosa presencia sino encontrar el remedio poniendo el dedo a su causa primera o mejor dicho a las diversas causas que lo han generado entre las que destacaría muy en primer lugar la crisis de confianza que abarca a todas las demás como que es la consecuencia de todas ellas.

No vale afirmar como se viene haciendo a menudo que en general no estamos preparados para este género de participación activa, lo cual por otra parte no se ha demostrado ni ha habido oportunidad de poner a prueba una tal impreparación. Si la razón asistiera a los que sostienen este modo de opinar la pregunta obligada sería a quien responsabilizar de esa hipotética incapacidad. No ciertamente a los que en todo caso serian las víctimas de una tal ignorancia que no por casualidad son los más perjudicados de los múltiples errores cometidos por los expertos o de los que a sí mismos se otorgan esa condición.

Pienso sobre todo aunque no exclusivamente en la llamada clase política y en los "sabios" que les asesoran. Pienso también en los propietarios de los medios de comunicación que con su poderosa influencia contribuyen decisivamente a crear una opinión colectiva y que con demasiada frecuencia lo hacen apelando a las emociones más que a la razón en vez de suministrar una información veraz y bien documentada que sirva de apoyo y de orientación a la ciudadanía sumida en estos tiempos especialmente difíciles en una perplejidad que en nada ayuda a recuperar la confianza perdida.