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Como para otros géneros literarios, la Guerra Civil significó una profunda ruptura para la trayectoria del teatro en lengua castellana de posguerra. Al acabar la contienda, unos dramaturgos excepcionales han fallecido (Valle Inclán, García Lorca); otros se han visto obligados a exiliarse (Alberti, Casona, Max Aub) y de escaso interés resulta lo que aún escriben viejos maestros como Benavente o Arniches. En la línea del teatro benaventino surge lo que el crítico Ruíz Ramón llamó El teatro de la continuidad sin ruptura (Pemán, Luca de Tena, Ruíz Iriarte). Mucho más interesante es la propuesta del teatro cómico impulsada por autores como Jardiel Poncela y Mihura.

En una perspectiva muy distinta se sitúa otro tipo de teatro que quiere abrirse paso frente a la producción mayoritariamente trivial o convencional que triunfaba en la escena española de aquellos años. Hablamos del planteamiento que hacen dramaturgos como Alfonso Sastre o Antonio Buero Vallejo, quienes optan claramente por un teatro grave e inconformista, que se inserta, inicialmente, en una corriente de carácter existencial y cuya orientación dramática pretende encarar abiertamente las inquietudes del momento. Dicha trayectoria evolucionará, con los años, hacia una concepción de lo que se llamó realismo social, o de protesta y denuncia; un realismo que quiere reflejar todo aquello que la prensa, radio y teatro oficiales callan, amordazados por la rígida censura franquista.

En este contexto surge la figura de Antonio Buero (Guadalajara,1916- Madrid,2000), un autor desconocido que accede a la popularidad gracias a la obtención del premio Lope de Vega con su obra Historia de una escalera (1949), cuyo estreno fue un acontecimiento decisivo en el teatro de posguerra y significó, entre otras cosas, la recuperación de una dramaturgia de signo trágico capaz de hacer viable un teatro serio y comprometido. Para Buero, la tragedia supone una mirada lúcida sobre el hombre y el mundo desde una visión esperanzada de un futuro mejor. En sus obras, se plantean problemas de diversa índole pero no se resuelven claramente. En casi todas ellas, el final suele abrir un interrogante al espectador, quien, con su reflexión personal, ha de prolongar y ahondar en el conflicto que queda abierto. En todo caso, sus obras proponen lecciones de humanidad en las que queda patente la necesidad de una superación personal y colectiva y un impulso a luchar contra todo aquello que se oponga al desarrollo de la dignidad humana, moral o social.

En general sus "tragedias" giran en torno al anhelo de realización humana y a sus dolorosas limitaciones. En ellas el autor reflexiona sobre el sentido de la vida, sobre la condición humana y , a la vez, denuncia las injustas estructuras sociales o los mecanismos de un poder opresivo que cercenan todo atisbo de libertad. Buero se erige en un grave moralista que impregna un carácter ético a sus producciones. Famosa fue la enconada polémica que sostuvo con Alfonso Sastre en la que se declaró firme partidario del teatro posibilista , es decir de aprovechar los resquicios que la censura permita al dramaturgo.En Historia de un escalera muestra a tres generaciones de varias familias modestas, condenadas a la frustración vital, víctimas de una sociedad opresora y de sus propias incapacidades. A ésta siguieron otras obras (En la ardiente oscuridad, El concierto de San Ovidio) en las que Buero recurre al simbolismo y a la reflexión histórica. Un gran éxito alcanzaron obras que abordan, desde una localización histórica, problemas rigurosamente inmediatos. Es el caso de Un soñador para un pueblo (1958), Las Meninas (1960), El sueño de la razón (1970) o La detonación cuyos respectivos protagonistas son el marqués de Esquilache y los pintores Velázquez y Goya, y el inconformista Larra.

Alentado por el favor del público y de la crítica, Buero creó una vasta producción dramática, que le mantuvo presente muchos años en las carteleras de los teatros nacionales, gozando de un éxito abrumador.

Dispuesto siempre a evolucionar, Buero experimentó diversas novedades escénicas que elevaron el tono del teatro contemporáneo en lengua castellana. De un modo especial es visible este interés en la que, quizás, es su obra más ambiciosa y más lograda, que constituyó uno de los éxitos más importantes de su carrera. Nos referimos a El tragaluz (1967) . En ella muestra, mediante una permanente dialéctica entre vencedores y vencidos, las nefastas consecuencias de una estúpida guerra fratricida. En cualquier caso, sus manifiestas inquietudes experimentales no le apartan, en una práctica evidente de coherencia y fidelidad a sus principios éticos y humanistas, de ejercer una crítica valiente frente a los múltiples problemas que ofrece la sociedad española. Así lo podemos comprobar en La doble historia del doctor Valmy (1970), que trata el tema de la tortura y la crueldad de los torturadores, obra que no pudo estrenarse en España hasta el advenimiento de la transición democrática; en La fundación (1974), en la que afronta decididamente la problemática de la represión carcelaria o Caimán (1981), en la que nos sumerge en el sórdido mundo del tráfico de drogas.Aunque , quizás, sobrevalorado, en algún momento, por público y crítica, Buero Vallejo es, sin duda, una de las voces más autorizadas y dignas y su obra una de las más relevantes de la dramaturgia castellana de la segunda mitad del pasado siglo.