Reproducción, del buque alemán, D. Hamburg, que me regaló, D. Agustin Doménech, siendo yo una niña. A buen seguro proveniente de su abuelo que fue marino. (Archivo M. Caules )

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Lo escribí al inicio del apartado epigrafiado. El vivir tras haber traspasado las plazas Príncipe y Miranda, conduciendo a lo que se llamaba es Barrio, sinónimo de vida alegre, representaba un reto. Dando la sensación, que el vecindario, no fagués res més que cantar, ballar, beure, i viva la Pepa. Y la cosa no era así, ni mucho menos. Al igual que en cualquier distrito, se encontraban familias de todas clases. La mayoría, obreras y trabajadoras. Cuando el pueblo hablaba, encuadraba a todos por igual. Imaginándose que en un portal sí, y en otro también, se encontraban mujeres de alterne, bailarinas danzando al son de la pianola de ca'n Perico Monyaco.

Pues, claro que no, la mayoría eran familias ejemplares. Padres muy responsables y madres que trabajaban como jabatas desde que salía hasta que se ponía el sol.

Curiosamente, aquel barrio llamado tal cual, al levantarse los planos trazando calles y barandas, auténticas balconadas hacia el mar, se pensaba en el nacimiento de una nueva ciudad. El nuevo Mahón, prolongación de la parroquia de nuestra Señora del Carmen. De hecho, parece ser, que los primeros trasts los compraron los hombres de más poder monetario, tomen buena nota que no digo els senyors de lloc, que no todos estaban acostumbrados a invertir .Otros por lo contrario arriesgaron su capital en acciones, algo que se estilaba sobremanera, de ahí que tantas familias quedaron a mitja vela cuando lo de la Anglo, ejecutando el entierro civil a medio Mahón. Añadir, la quiebra del banco de Mahón. Creando un nuevo estatus, llamados pobres de solemnidad. Miseria jamás olvidada.

Algunos, con visión de futuro. Apostar en la compra de veleros, o en negocios marítimos, no debemos olvidar la arribada forzosa de polacras, goletas y embarcaciones, provenientes de diversos puertos europeos, tras haber salvado fuertes temporales, tan pronto echaban ancla, buscaban gentes hacendadas, se hicieran cargo del pago de las averías sufridas, a cambio de formar parte del negocio de trasporte marítimo. Eso me recuerda a los antepasados de todos ellos y las patentes de corzo. Pirateando por estos mares. El tráfico de trigo, de piedras de marès, de marisco, llenándoles las "ancolles" de ganancias.

Parece ser que no hay nada tan eficaz, para agudizar el ingenio, que sentirse necesitado de bienes alimentarios, o ansiar un estatus superior, para que los ingeniosos y arriesgados montaran las primeras fábricas de la ciudad. El calzado, junto con los monederos de plata, fueron los artífices de la era industrial, si bien al llegar la guerra de Cuba, los primeros quedaron al borde de la ruina total y la Segunda Guerra Mundial hizo explotar las ilusiones y "els doblers" de los plateros. En mi libro dedicado al ramo, alguien me comentó que su abuelo siempre recordó el cargamento de uno de aquellos carros dedicados al transporte, repleto de cajones de monederos de malla de oro, de camino a "baixamar" para ser cargado rumbo a Alemania. Cargamento que no se les fue devuelto, ni jamás obtuvieron ningún beneficio, viéndose obligados a vender cuanto habían ido adquiriendo en época de bonanza. Hasta quedar en la miseria total, tanto que para mal vivir empeñaron en el Monte de Piedad los pocos monederos que les quedaban a título de recuerdo, y las herramientas.

En los momentos de esplendor, se inició la venta en los alrededores de la calle del Carmen, se iban vendiendo las parcelas, con el ánimo de edificarse las primeras casas.
Lejos estaba el pensar que un alcalde tiraría abajo la idea inicial, estableciendo las casas de rameras.

En la calle de Santa Catalina la rotulada con el número 22, de planta baja y un piso, siempre fue, según me explicó el de la Motora, la más bonita. Con puerta de acceso en la de santa Rosa.

Al comentar sa porta de derrere, me he visto aquel precioso jardín de que disfrutaban mis vecinos, don Agustín Doménech Landino y su esposa doña Carmen Aguiló . Árboles, flores, macetas y una pajarera con infinidad de canarios, que tanto entretenían al doctor. Por uno de los viales de aquel jardín, paseaba un inquilino muy peculiar, un habitante muy curioso, una tortuga que según explicaba el señor Doménech, la tenía desde su infancia, aquello explicaba que en la parte trasera de su caparazón, mostraba un gran agujero, que añadía la explicación que había llevado durante años a cuestas un carrito de madera, simulando los que conducían las gentes del campo. Juguete elaborado por el mismo. Don Agustín, tenía una gran pasión por la carpintería, le encantaban aquellos trabajos. Demostrando ser muy habilidoso.

No entiendo de trasts, debería llamar a otro de mis vecinos, Juan José Gomila Portella. Al que tuve la oportunidad de pasear en un flamante cochecito ¿Jané?. Acera arriba, acera abajo, con una corte de niñas de aquel entorno. A buen seguro que Juanjo, me aclararía, la duda sobre la amplitud de la casa de don Agustín.

Domicilio con un amplio recibidor y alcobas a cada lado. En la izquierda se encontraba su despacho, que conducía a una alcoba y a la derecha, el estar familiar y su dormitorio. No se trata de desvelar la vivienda, tan solo añadir lo que para mí era la joya de la misma, un precioso invernadero, o solarium como él lo llamaba, con unas cristaleras por donde entraba un deslumbrante sol en días de frío riguroso. Butacas de mimbre con mesas a juego, a las cuales jamás pude sentarme, la guarda espaldas de la familia, para llamarlo de una manera educada, Fermina, natural de Ferreries, te hacía descartar la idea de probarlas… no t'hi asseguis que no l'embrutis.

Siempre fue un edificio que me llamó la atención. Recuerdo escuchar, que los ladrillos y la fachada realizada por Adrover de la calle de San Fernando, auténtico maestro, a la vez que iniciador en la fabricación de las primeras "rajoles" hidráulicas. También fueron los Adrover, los primeros en dar a conocer la Uralita y las pilas de lavar al estilo Barcelona. Introduciendo un aire más moderno a la hora de la colada, arrinconando es cossils.

No intento continuar detallando el número 22 de mi calle. Pero sí decir que al contestar que era vecina del señor Doménech al ser preguntada por donde vivía, me daba cierta categoría, ya no era aquella frialdad de que mis vecinos eran los del Trocadero.

Mi ovillo de los recuerdos se ha ido desliando tan rápido, que acabé con el papel. Tendré que volver para hablar de mi querido doctor, el que me vio nacer, crecer, el que cuando me hice mujer aconsejó a mi madre que me llevara a casa de su amigo don Mateo Seguí. Al llegar a la consulta d'en Martinet, se dirigió a mi madre que conocía y apreciaba de toda la vida, no en vano, la hermana mayor de ésta había trabajado de criada en casa de sus abuelos durante muchos años, lo que hizo que cuando sus padres se casaron, pidieron a mi tía María, se fuera con ellos y así fue. Ella venía de una casa de doce hermanos, estaba de niños fins allà dalt, al comprobar el ritmo que llevaban la joven pareja, me refiero a sus señores, con todo el dolor de su alma le comento a la señora que deseaba volver a casa de sus padres, aludiendo que tanto niño… La señora que era muy buena persona le respondió: María, lo comprendo. A mi tía en aquella casa la llamaban María la española por hablar en castellano. Nacida en Almería, llego siendo una adolescente, falleció a los 90, y jamás nadie la oyó hablar "en pla". Incluso se negaba a hacerlo con sus hermanos, hablaron su lengua, entendidos y comprendidos por todos, jamás tuvieron problema alguno, eran dias de castellanades, pero de respeto mutuo.

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margarita.caules@gmail.com