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Ahora que los termómetros nos retornan a temperaturas más benignas, el pensamiento me lleva más allá de mi entorno y cuando leo los fríos que pasan nuestro niños tras sus pupitres, porque los dineros públicos son escasos y no llegan para conformar a todos, siento que me decanto por quienes tienen menos, no menos fríos sino menos calor y no calor de estufa o calefacción, sino fríos más obligados que soportados, pasando sus noches a la intemperie, reclinando sus cuerpos en bancos y cajeros que, quién sabe si, el olor a dinero de otros, puede incluso llegar a dar algo de bienestar, aunque sea en sueños entrecortados por el ir y venir de quienes siempre vamos de paso, cubiertos con páginas de periódicos del día o de semanas pasadas, que para dar calor es lo mismo y tapándose hasta el cuello de primeras planas con titulares que claman contra las injusticias y la falta de solidaridad por parte de quienes tenemos techo y muchas cosas más aunque nos parezcan insignificantes y escasas. Esos fríos son los que deberían calarnos hasta los huesos, los que no marcan los termómetros de nuestras casas y plazoletas pero que a todos nos incumben. Si un día tuviéramos la posibilidad de saber temblar todos al mismo ritmo, posiblemente descubriríamos lo que es el verdadero calor y comenzaríamos a valorarlo en su justa medida.