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Creo recordar de mi época de estudiante (por entonces ya se había retirado la última glaciación pero quedaba un trecho largo para la llegada de los teléfonos móviles) que la facultad donde se estudiaba economía se llamaba Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales. Fruto de este recuerdo arcaico, quedó consolidada en mi mente la idea de que la economía constituía una ciencia.

Ya confesé en un artículo anterior ciertas inclinaciones hacia el pensamiento hippie durante mi temprana juventud. Debido quizás a ellas descarté desde el principio dedicar mis esfuerzos al estudio de la disciplina en cuestión. En aquella época, albergaba la extravagante idea de que "ganar dinero" (ese pensaba yo que era el único motivo posible que justificara cursar la carrera de económicas) no era una meta que pudiera competir en sensatez y elegancia con la de "disfrutar de la vida". Fuera como fuese, el caso es que permanecí virgen en cuanto al conocimiento de las leyes que rigen los mercados. Disfruté pues de la vida todo lo que se puede disfrutar sin disponer de herramienta tan prestigiosa como resulta ser la riqueza. Bien, pues una vez pasado el primer y desgraciadamente también consumido el segundo acto de mi biografía, y constatando que el asunto de la pasta, lejos de evolucionar como por ensalmo hacia el sendero de la opulencia, se dirige por momentos (digamos que en tempo de allegro vivace) hacia el descalabro, he sentido tardíamente cierta curiosidad por el tema de la economía. A resultas de esta nueva inquietud, tan alejada (me sonroja constatarlo) de la estética hippie, he investigado algo superficialmente, pero con interés, este mundo que consideré tan árido en mis días mozos, con el sorprendente resultado de que ahora no me parece tan árido como desconcertante y que además dudo de que deba considerarse realmente una ciencia.

Y me explico. La medicina es una ciencia. Al margen de numerosas lagunas que siguen existiendo en el conocimiento del cuerpo humano y su funcionamiento, no es ni aceptado ni probable que un médico de prestigio se descuelgue de pronto con la teoría de que una gastroenteritis se debe tratar con ácido lisérgico. Sin embargo, en el campo de la teoría económica se produce sin que nadie pestañee la circunstancia de que dos economistas de enorme prestigio, premios Nobel ambos, sostengan por ejemplo teorías perfectamente contradictorias en lo relativo al papel que debe jugar el Estado en el desarrollo económico de las sociedades. Si uno opina que el estado debe delegar en el mercado todo protagonismo, el otro apunta que el mercado, dejado a sus anchas sin cortapisas provoca además de injusticia social, crisis cíclicas. Y estas opiniones no pretenden ser políticas o éticas. Pasan por ser dictámenes técnicos.

Por otra parte economistas de quien nadie pone en duda su solvencia intelectual, léase ministros de finanzas, directores y presidentes de bancos centrales, reservas federales y organismos económicos y financieros del más alto nivel en países del primer mundo, profesores y catedráticos, sostienen unos y aplican otros ideas completamente opuestas a la hora de capear la actual crisis. Hay quien opina que la fórmula idónea consiste en rebajar el gasto, rebajar el déficit, recortar las prestaciones. Otros que hay que activar el consumo inyectando dinero ( aumentando el gasto) y manteniendo o elevando la masa salarial.

Aquel se muestra convencido de que hay que subir los impuestos a los ricos, a las grandes empresas, a las transacciones financieras para poder hacer crecer con esos recursos el sector público (más servicios, más empleo público cubriendo esos servicios, más consumo, más producción, más trabajo, menos gasto en subsidio del desempleo). Otro asegura que hay que mantener en niveles mínimos los impuestos a las rentas del capital para que haya más dinero en circulación y que no emigre, que hay que reducir los salarios, que hay que abaratar el despido.

En fin, desde luego no seré yo quien aporte luz relevante a esta maraña de contradicciones. Unas semanas de buceo en los arcanos de este saber no pueden siquiera disimular la profundidad de la ignorancia que atesoro en tan enjundiosa materia. Pero a pesar de ello me siento legitimado para emitir dos consideraciones al respecto.

1. Tal abanico de dictámenes incompatibles entre sí, no parece serio para una disciplina que pretende ser científica.

2. Fruto de las fórmulas finalmente elegidas para intentar salir de esta crisis localizo unas entidades que no salen tan mal paradas: la mayoría de empresas del IBEX , los especuladores en divisas, materias primas y otros activos financieros y sobre todo, destacando en habilidad y morro, los bancos que entre otras perlas inexplicables reciben medio billón de los estados al 1% y lo dedican a vendérselo al día siguiente (adquiriendo deuda) a esos mismos estados al 4,5,incluso 6%.

Localizo también un sector que sale palmando, y mucho: nosotros.

Cabe pues que lo siguiente que me cuestione es: ¿no será que los que tienen la sartén por el mango eligen de entre las tan extrañamente incompatibles opciones que aporta la teoría económica aquellas que más convienen a sus intereses y las hacen aparecer como únicas vías factibles de salida de la crisis, con el noble fin de que sigamos (gobernantes y gobernados) disciplinada y calladamente la dieta que nos vienen recetando?

Si así fuera, lo tenemos mal, porque para retirar la sartén a quien la tiene prácticamente soldada a la mano, con el propósito de darle oportunidad de que reflexione sobre la idoneidad social de su comportamiento, suelen ser necesarios gestos contundentes como, pongamos por caso, la toma de la Bastilla. Y parece que no es plan. ¿O sí?

Nota 1: (copio la formula por la cara a Juan José Gomila) .- Ramiro Briceño Romero (artículo del viernes dos de marzo), tienes más razón que un santo. Opino.