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Ésta es la historia verdadera de un subteniente del regimiento británico 51th foot (desconocemos su nombre, le llamaremos Haddock) que el 30 de noviembre de 1781 se encontraba de servicio en el fuerte Marlborough, mientras las fuerzas hispano-francesas del duque de Crillon sitiaban la fortaleza de San Felipe. Ese día el capitán comandante del reducto, llamó a Haddock y le encomendó una misión. Habíase proyectado una salida para demoler los trabajos de la derecha de la paralela enemiga y clavar los cañones. La tropa saldría de San Felipe, se dirigiría en barca a Marlborough y desde allí se internaría por los barrancos de la cala de San Esteban hasta las alturas de Toraxa donde se llevaban a cabo los trabajos de fortificación. La misión del subteniente Haddock era la de comandar una patrulla de reconocimiento previo de terreno con el fin de comprobar si la acción era factible.

Entretanto, monsieur de Crillon se deshacía en elucubraciones para ver como podía hincarle el diente a la fortaleza, misión casi imposible, sobre todo por las minas que erizaban el perímetro fortificado, cuyos planos (los más secretos de cualquier construcción de aquel tipo) le demostraron que la conquista de San Felipe no era un mal sueño, no; era una pesadilla en la que la gran efusión de sangre estaba garantizada, como ya se había comprobado antes en el ataque francés de 1756, en el que murieron casi mil atacantes cuando los británicos hicieron estallar la mina del fuerte Argyle.

Crillon conocía la potencia -enorme potencia- del minado del fuerte porque casualmente (¿casualmente?) se encontró los planos de las minas en casa del pintor Chiesa, que es donde el jefe de ingenieros inglés se hospedaba y que se corresponde actualmente con el nº 17 de la calle Cós de Gràcia.

Una casualidad muy sospechosa ¿dejarse planos tan importantes en la precipitación de la huida al fuerte? Muy extraño. Sobre todo porque los británicos ya conocían la venida de la escuadra española desde varios días antes de su llegada.
En éstas estaba Crillon aquel día, cuando en uno de esos infantiles arrebatos suyos que el mismo denominaba "mes petites fanfarronades" y sus críticos franceses "les crillonades de monsieur Crillon", ansioso por no saber que partido tomar, en tanto que sus ingenieros tampoco le daban solución como abordar el ataque, se hizo escoltar de una escasa tropa por los barrancos de la cala San Esteban a ver que posibilidades de un golpe de mano había por aquel sector.

Acompañaban al duque, mandados por el teniente la Tour d'Auvergne-Corret, hijo bastardo del duque de Bouillon, dos soldados del regimiento de Infantería Ligera 1º de Voluntarios de Cataluña y otros dos de los llamados "voluntaires de Crillon". Los voluntarios de Crillon eran el resultado de otra crillonade. El duque se inventó un regimiento propio de voluntarios según lo que él denominaba "l'esprit de la vieille chevalerie" que no pegaba nada en un momento que la monarquía había abolido los regimientos privados. El general los vistió de rojo con los uniformes británicos capturados en un gran almacén de madera situado en el Arsenal del puerto de Mahón.

En fin la pequeña comitiva, "vestida de color de azarcón" (pimentón), como dice una sátira que se lanzó contra el duque en Madrid, demasiado pequeña para proteger, nada menos que al comandante en jefe, con el peligro que eso conllevaba de dar al traste toda la expedición, enfiló los barrancos de la cala San Esteban. De pronto, en un cruce de caminos se encontraron de narices, a cinco pasos, con la patrulla del subteniente Haddock y comenzó "la balasera". Los británicos no consiguieron alcanzar a ninguno de los españoles, pero éstos (iba a decir "los nuestros" pero he resistido la tentación de tomar partido, cosa que no debe hacer un historiador) mataron a un soldado inglés e hirieron gravemente a Haddock. Desconcertado el subteniente, con un boquete en el pecho de 15 mm, que era el diámetro de una bala de mosquete de entonces, y mientras el resto de su pelotón huía, fue dando tumbos hasta apoyarse en el hombro de Crillon, cubriendo de sangre la casaca del duque. Azorado, Haddock no se le ocurrió otra cosa que musitar "I beg your pardon".

Crillon contó su "hazaña" al conde de Floridablanca (del que recibió una buena reprimenda por bobo) en una carta del 2 de diciembre llena de tontadas:

"Estoy muy contento de mi reconocimiento del 30, al que he añadido a su objeto principal el placer de ser el único oficial del Ejército al que se le ha hecho un disparo de fusil a diez pasos después de nuestra llegada y de haber hecho el primer prisionero en una salida".

La escena del "abrazo" de Haddock, la trasladó el duque a sus memorias en detalle y me impresionó cuando la leí por primera vez. Viví algo parecido, aunque de distinta índole una vez, cuando, en el café Comercial de Madrid, de repente una señora de unos cuarenta y tantos se puso lívida y vomito un gran cuajarón de sangre sobre la mesa de blanco mármol. Azorada, la pobre sólo supo decir: "perdón". Al llegar la ambulancia y mientras el médico la atendía, una enfermera que esperaba en segundo plano, movía la cabeza y apretaba los labios. Profesional experimentada en estos casos debía pensar: "esto tiene muy mala pinta". Luego nos enteramos que era un cáncer galopante y que no llegó viva al hospital.

"Perdón", dijo. Se me pone la carne de gallina cada vez que lo recuerdo y me entra congoja.

"Pardon" dijo también el subteniente Haddock al ponerle perdidos de sangre los alamares de teniente general al futuro duque de Mahón-Crillon. Luego fue trasladado al hospital del campamento para prisioneros que se montó en Alayor, donde el duque le visitó para interrogar cuál había sido el motivo de su descubierta por los terrenos adyacentes a Marlborough, temiendo precisamente una salida contra la paralela por ese sector. Preguntado, Haddock le contestó: "Vuestra Merced es ahora dueño de mi vida pero no de convertirme en un espía."

Crillon tomó afecto al subteniente británico y él mismo comenta que sintió gran pena cuando, estando presente en su agonía, le vio morir quince días después. En aquellos tiempos sin antibióticos las infecciones mataban más combatientes que las balas.

He querido rescatar aquí la memoria del subteniente Haddock, tan anónimo para mi como la pobre señora del café Comercial. Un caso vivido, otro rescatado de los papeles de antaño y ambos con algo en común: el azoramiento de sentirse culpables no siéndolo, de un hecho inevitable y pidiendo disculpas con sencillez, precisamente en el momento importantísimo en que la vida se les escapaba.

Aunque del mismo estilo pero mucho menos trágico fue el incidente del camarero con la Merckel, "Ich bitte um Verzeihung", disculpándose, debió musitarle al oído el pobre hombre, que debió verse ya en la cola del paro, despedido por su, seguramente, implacable "emprendedor".

Como se vio en el video, la oronda señora soporta una ducha de cerveza con la misma frialdad que rubrica con pulso firme la sentencia de muerte de los países mediterráneos ¿Firmará durante la sobremesa como el otro?