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Cuando en el lejano 1986 explicábamos a nuestros clientes en que consistía el IVA, recuerdo que poníamos especial énfasis en el hecho de que el cambio del vetusto Impuesto General sobre el Tráfico de las Empresas (ITE) que venía aplicándose hasta entonces sobre las ventas a tipos que oscilaban entre el 0,4 % y el 2,7 %, al nuevo impuesto con tipos del 6, 12 y hasta el 33 %, no les iba a representar un mayor coste ya que lo que finalmente iban a ingresar era la diferencia entre las cuotas repercutidas a sus clientes y las soportadas en las facturas recibidas. Con niveles de morosidad muy reducidos y con plazos de cobro y pago equilibrados, no cabía temer que la nueva figura fuera a crear problemas financieros a las empresas.

Con el paso de los años, la normativa fiscal fue receptiva a las demandas de ciertos colectivos que sí resultaban perjudicados, era el caso, por ejemplo, de los promotores de viviendas que soportaban las cuotas que les cargaban sus proveedores al tipo general y repercutían mayormente el tipo reducido, lo que les generaba una diferencia en su contra de la que no podían resarcirse hasta presentar la última declaración del ejercicio.
Obviamente la situación no era idílica, la aplicación de los tributos, como cualquier otra creación humana, crea situaciones injustas que los afectados a través de sus representantes o los propios tribunales se encargan de minimizar.

Y una de estas situaciones percibidas por el empresariado como totalmente injusta, se produce cuando llegado su vencimiento, la factura que ha emitido no se cobra y, ello no obstante, debe efectuarse el ingreso de la cuota repercutida. El problema no es en absoluto novedoso. ¿Qué ha ocurrido para que ahora se haya convertido en el tema estrella y del que los foros profesionales y hasta la prensa "no especializada" se están haciendo eco diariamente? La respuesta es muy sencilla, la morosidad, que era cuestión residual en las empresas bien gobernadas, se ha convertido en un fantasma que amenaza con tumbar incluso a algunas de reconocida solvencia.

La Ley fiscal ha ido parcheando su normativa para que su cumplimiento, que recordemos debiera ser neutral, no perjudicase las finanzas de las empresas. Sin embargo el rápido empeoramiento de los niveles de morosidad, pese a la promulgación de leyes como las 3/2004 y 15/2010 que establecen "medidas de lucha contra la morosidad de la operaciones comerciales", obliga a tomar nuevas medidas.

A día de hoy, los empresarios que soportan impagados, están facultados para rectificar las cuotas repercutidas, pero solamente en dos supuestos: cuando sobre su cliente se haya dictado auto de declaración de concurso o cuando su crédito haya resultado incobrable, entendiendo que podrán calificarse como tales a aquellos que reúnan una serie de condiciones, entre ellas la de que haya transcurrido un año ( seis meses si se trata de una Pyme) desde el devengo o del vencimiento sin haberse cobrado y la de que, además, se haya instado su cobro mediante reclamación judicial, admitiéndose, en su defecto, el requerimiento notarial o la certificación expedida por el interventor o tesorero, para los créditos adeudados por entes públicos. Resulta evidente que la norma, temerosa de que se abusase de la figura de la corrección de las bases por impagos, ha introducido un periodo de dilación que perjudica gravemente a quien, no olvidemos que a su pesar, soporta impagados.

Frente a esta situación, el Gobierno se plantea como remedio, el denominado "criterio de caja". La música suena bien, pero nos tememos que la letra no sea del agrado de muchos. Valga decir que en el momento de redactar este artículo, no tenemos conocimiento de que se haya publicado un borrador de la norma, pero sí sabemos de la existencia de una directiva, que faculta a los Estados miembros a establecer el denominado régimen especial de caja o criterio de caja y que Reino Unido, Alemania y Francia ya vienen aplicándolo a las Pymes en las operaciones interiores.

Por lo tanto podemos señalar que la normativa comunitaria contempla este sistema, si bien no para su aplicación generalizada sino limitado para ciertas operaciones y determinados sujetos pasivos y que el plazo de transposición de la Directiva que lo regula finaliza el próximo 31 de diciembre, aunque de las manifestaciones efectuadas por el Gobierno se deduce que previsiblemente no se agotará el plazo.

Básicamente existen dos modalidades, el sistema de caja simple y el doble. El empresario que voluntariamente se acoja al primero, no tendrá que ingresar las cuotas repercutidas hasta que efectivamente se produzca su cobro. En contrapartida su cliente no podrá descontarlas hasta que no haya efectuado su pago, y ello con independencia de que este último haya optado o no por el sistema de caja. La complejidad está servida, quien no quiera o no pueda acogerse al régimen, se verá afectado por lo que haya decido su proveedor, lo que le obligará a llevar dos registros separados para diferenciar la procedencia de las facturas recibidas. El sistema de caja doble, por su parte, se regula de forma algo más sencilla, permite diferir el ingreso de las cuotas repercutidas hasta el momento de su cobro, aplazando la deducción de las soportadas al momento de su pago al proveedor, pero con la particularidad de que su aplicación, que como la anterior es voluntaria, se limita a los sujetos pasivos con volumen de negocios inferior a 500.000 euros, si bien los Estados están facultados a aumentar dicho límite hasta los 2.000.000 euros.

Nos hallamos ante un impuesto guiado por una normativa europea que los Estados vienen obligados a hacer cumplir adaptándola a las particularidades de cada uno. Queremos con ello decir que, en parte, las altas cotas de complejidad que llegan a alcanzarse nos vienen impuestas, por lo que no cabe culpar exclusivamente a nuestro legislador, dicho lo cual nos preguntamos si es ésta la única vía para aligerar al empresario de la obligación de adelantar a Hacienda el pago de las cuotas de las facturas de sus clientes morosos. ¿Es proporcional el beneficio del diferimiento al coste administrativo que conllevará el sistema? ¿No resultaría más sencillo, como apuntan fiscalistas, como Abel García, equiparar los plazos fijados por la ley del IVA a los fijados en la ley de morosidad de forma que transcurrido el plazo "legal" de pago sin haberse obtenido el cobro, pudiera el empresario darle la condición de impagado, comunicando tal hecho a la Administración y corrigiendo la factura? ¿No sería esta una forma de reducir ese 28 % de los encuestados en el último análisis del Instituto de Estudios Fiscales que justifican el incumplimiento de sus deberes fiscales por "las circunstancias que les obligan a hacerlo para salir adelante"? ¿No parece llegada la hora de simplificar ?