TW
0

Suiza es un país que se puede recorrer sin miedo a pisar una caca de perro. Suiza es un país que acaba de rechazar en referéndum una semana extra de vacaciones pagadas. Suiza es un país donde, si un ciudadano presenta una reclamación, lejos de ser motivo de mofa, es atendida. Suiza es por tanto un país sorprendente.

No soy experto, ni mucho menos en Suiza. De hecho he visitado con cierta asiduidad solo la parte francófona ribereña del Lac Leman y algunas espectaculares zonas de montaña. Pero ya que carezco de la acreditación suficiente, y aprovechando que nadie me lo ha pedido, exploraré en este artículo un asunto posiblemente del todo irrelevante: ¿Qué podemos aprender los españoles de los suizos y viceversa?

Para que esta elucubración (que solo pretende desengrasar la cruda realidad) goce de un mínimo de rigor no debemos obviar el hecho de que referirse a españoles, suizos o filipinos como si se tratara de conjuntos matemáticos uniformes constituye siempre una licencia literaria que conduce cuando menos a la inexactitud. Muy posiblemente encontraríamos más diferencias significativas entre una vendedora de enciclopedias gallega y un notario murciano que entre Akira Kurosawa y Lucien Freud. Si, aún teniendo presente este escollo, decidimos aventurarnos en las peligrosas aguas de la generalización, podremos aceptar como sugerencia que los suizos quizás mejorarían si copiaran de los españoles cosas tales como la soltura para entrar en modo relax y la naturalidad con que aprovechamos el tiempo para echar unas risas. Quizás también les convendría imitarnos en el capítulo de no tomarse las cosas tan a la tremenda. Quiero con esto decir que en Suiza la palabra "aproximadamente" produce un espanto equivalente al que lo hace en España la locución "inspección de hacienda". También subrayo en este sentido que para ellos el concepto "improvisación" resulta tan temible como para nosotros el de "cáncer". Quizás por este tipo de matices diferenciales, un español en Suiza no deja de ser en principio, y hasta que no demuestre lo contrario, un bulto sospechoso.

¿Qué elementos he detectado en Suiza dignos de intentar ser imitados? El primero y más llamativo es el respeto. En Suiza se respetan los semáforos, se respeta la infancia, se respetan las leyes, se respetan los derechos de los ciudadanos, se respeta la naturaleza, se respeta el compromiso adquirido, la palabra dada, se respetan los horarios, se respetan las normas urbanísticas y se respetan a sí mismos.

Suiza ha implementado un andamiaje de democracia directa (basado en referéndums) que impide entre otras muchas cosas la posibilidad de que un payaso enloquecido construya donde le salga de las narices un aeropuerto peatonal, al precio que resulte luego de innumerables trapicheos y costeado por los ciudadanos. En Suiza la política es a la sazón increíblemente aburrida. En España en cambio hemos atravesado un periodo en que resultaba quizás excesivamente entretenida debido al gracejo que han venido mostrado los primeros espadas y algunos subalternos en la refriega diaria, durante sus torneos de demagogia; pero dejó de tener maldita la gracia desde que se hizo patente que su folclórico comportamiento escondía una monumental estafa que nos ha conducido a la ruina, una ruina de la que ahora, los ya no tan graciosillos hombres de estado, ignoran el camino de salida.

Pero, volviendo al asunto que nos ocupa, ¿quieren estas consideraciones sugerir por ventura que Suiza es un territorio poblado exclusivamente por aburridos seres angelicales, y España un país copado por desternillantes caraduras y chistosos sufridores? Mucho me temo que en lo que se refiere a la primera parte de esta pregunta podríamos afirmar que los paraísos fiscales, con su fluida recepción de dinero sucio proveniente de evasiones fraudulentas y blanqueos de tan múltiples como inconfesables orígenes hablan bastante mal de la dimensión ética del país anfitrión de tales prácticas. Tampoco creo que industrias como la farmacéutica, tan relevante en Suiza, sean motivo de orgullo en este sentido, por cuanto ha demostrado sobradamente que sus escrúpulos morales no van parejos con sus beneficios empresariales. En todo caso creo que nos engañaríamos si pensáramos que España rechazaría acoger en su seno un tejido industrial farmacéutico (o armamentístico, pongamos por caso) tan potente o superior al de cualquier otra nación del mundo si la capacidad de sus empresarios hubiera brindado tal posibilidad. En asuntos de dineros es muy posible que en todas partes cocieran las mismas habas en caso de tener idéntico acceso a la legumbre, al puchero y al fuego.

Respecto a la segunda parte de la pregunta estoy seguro que en España hay personas que se escapan de esas dos categorías. Son quizás esas personas las que deberían reaccionar y mostrar su enojo con energía. Logros en el capítulo de calidad democrática se pueden conseguir (no solo Suiza, sino otros países nórdicos dan fe de ello). Unos mínimos de capacidad técnica, de voluntad de mejorar el país por encima de sus ruines intereses partidistas y un grado de honestidad acorde a su responsabilidad se deben exigir a nuestros líderes. Deberíamos en el futuro, mediante el uso inteligente de nuestras voces, nuestras movilizaciones y nuestros votos, ser capaces de hacérselo comprender.