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Uno de los más apreciados recuerdos de la Sagrada Pasión de Jesús consiste en una lastra de mármol rojizo, que rodeada de luces y flores, se halla al pie de la capilla elevada del Calvario en Jerusalén. Conmemora la unción del cuerpo del Salvador cuando fue bajado de la cruz antes de depositarlo en el sepulcro, puesto que, como atestigua el evangelio de Juan, "Había cerca del sitio donde fue crucificado, un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo" (Jn 19, 41).

Esta piedra se halla en la entrada de la basílica del Santo Sepulcro, que los griegos prefieren denominarla "Anástasis", palabra que significa "resurrección". Esta Piedra de la Unción es muy venerada no sólo por los peregrinos, sino muy especialmente por los cristianos que residen en Jerusalén y que al pasar cerca del lugar no dejan de entrar siquiera unos momentos en la iglesia y besar con devoción aquella piedra que señala el lugar de la unción del cuerpo de Jesús.

Aparece un muy especial motivo de esta veneración si tenemos en cuenta que el nombre de "Cristo" significa "el Ungido", y que fue el mismo Jesús quien, citando palabras del profeta Isaías, dijo: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para evangelizar a los pobres…" (Lc 4,18). Los franciscanos, que representan a los católicos en esta basílica compartida por diversas iglesias cristianas (latinos, griegos, armenias y coptos), celebran diariamente una procesión por los diversos ámbitos de este venerable y sugestivo templo, y al llegar junto a dicha piedra entonan un versículo del Cantar de los Cantares que dice: "Tu nombre en ungüento derramado", y hacen esta súplica: "Señor Jesucristo que condescendiendo con la devoción de tus siervos quisiste que aquí ungiesen tu santísimo cuerpo, adorándote como verdadero Dios, verdadero rey y sacerdote, concédenos que nuestros corazones con la unción de tu gracia se preserven de todo pecado".

Un peregrino que en 1960 tuvo la dicha de celebrar la Semana Santa en Jerusalén, don Santos Beguiristain, relataba así sus impresiones vividas el Viernes Santo en la basílica del Santo Sepulcro, y entre otras cosas decía: "Los predicadores han 'descendido' al Cristo magnífico y queda yerto (recogidos los brazos) sobre el altar. Ya se organiza el entierro. Llevan al Señor a la Piedra de la Unción. Como si lo colocaran en brazos de la Virgen María. La multitud se arrodilla, extasiada. En el silencio impresionante, la voz del frailecico árabe que estremece el templo. Y el Patriarca, con sus diáconos, acaricia el cuerpo yerto. Ahora es la unción con líquidos aromáticos; ahora la morosa incensación; ahora se espolvorea al Señor (pebeteros de plata, mimo atentísimo, deliciosa ternura). Sigue la procesión funeral. El Señor, envuelto ya en el sudario, está a la puerta del sepulcro. Desaparece… Ya tenemos la tierra vacía, muerto el Autor de la vida. Pero se escucha la voz esperanzada. El orador que canta su seguridad en español... Tres largas horas empapadas de grandeza con gentes de todos los confines de la tierra, saturadas de Dios vivo" (Tierra de Cristo, Madrid 1964, p-56).

Parece que este rito era de origen napolitano, pero sus raíces son antiquísimas. El lugar de la Piedra de la Unción, era en época bizantina un capilla dedicada a Santa María, la madre dolorosa de Jesús, pero esperanzada en su triunfo, el de la resurrección. San Juan Damasceno en el siglo VIII en un sermón del Sábado Santo decía: "Las mujeres colmadas del ungüento de la divina gracia fueron portadoras de Cristo, ungüento derramado para nuestra regeneración, el cual, como Dios se derrama y unge, mientras que es ungido corporalmente, pues el ungir y el ser ungido se integra plenamente en una sola persona y sustancia. Buscando ellas siempre, por amor, a Cristo y corriendo sin desfallecer tras el buen olor de sus perfumes (cf. Ct 1,3), compran aún más aromas y se encaminan presurosas hacia el sepulcro. Por eso ellas son las primeras en conocer la divina resurrección, pues el justo Juez distribuye sus gracias a la medida del fervor de cada uno" (Biblioteca de Patrística, Ed. Ciudad Nueva. 33, 109). Lo que este Santo Padre y Doctor de la Iglesia nos enseña es que el cuerpo santo de Jesús permaneció por breve tiempo en el sepulcro. No fue un despojo mortal destinado a la corrupción, puesto que nunca le abandonó la divinidad, que en él se había unido a la humanidad, y al tercer día resucitó de entre los muertos.