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Cuando día tras día se apela al mayúsculo despilfarro que se había instalado en las cuentas de las administraciones públicas; cuando cada mañana se invoca que España vivía antes de estallar la crisis muy por encima de lo que aconsejaban sus posibilidades económicas; cuando a derecha e izquierda se despotrica contra la herencia recibida fruto de una pésima gestión del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (y los socialistas a su vez atribuyen las culpas a la etapa de José María Aznar); cuando, con Mariano Rajoy en La Moncloa, se proclama que la tarea más urgente es afrontar con resignación -¿cristiana?- la retahíla de duros recortes contemplados en el proyecto de presupuestos generales del Estado; cuando la ciudadanía se desayuna a diario con un panorama global nada alentador, recrearse con las frivolidades del chocolate del loro se tiene sin más por un inaceptable ejercicio de demagogia, acción por otra parte tan tentadora, incluso fuertemente arraigada, en el comportamiento del valeroso y sacrificado pueblo español.

Desde la corrección política, no está bien visto por tanto abundar en las particularidades del chocolate del loro. Y no está bien visto porque desde determinados círculos políticos se intenta vender que a estas alturas ya no causan asombro alguno entre los contribuyentes ciertas menudencias difundidas últimamente por la prensa. La lista sería muy extensa. Baste referir que por el cuadro de José Bono que ha de incorporarse a la galería de presidentes del Congreso de los Diputados se abonarán 82.000 euros al pintor Bernardo Torrens, mientras que otro expresidente socialista, Manuel Marín, prefiere quedar inmortalizado mediante una fotografía de Cristina García Rodero por el precio de 24.000 euros.

Digan lo que digan los políticos de turno, en la calle estas cifras siguen escandalizando, por muy elevado que sea el prestigio artístico de los autores de tales obras. Como escandaliza el mantenimiento de privilegios absurdos para los expresidentes del Gobierno, quienes cuentan con sus respectivas oficinas y secretarías (¿para qué, señores, díganme para qué si ya no mandan?), situación que incomprensiblemente también se reproduce en ciertas autonomías (caso de Jordi Pujol y Pascual Maragall en Catalunya; en cuanto a José Montilla, como es senador no sé si disfruta de tales prebendas). Como escandaliza que los altos cargos del Gobierno central -ministros y secretarios de Estado- dispongan de hasta cinco coches oficiales por cabeza de cara a posibles averías, revisiones e imprevistos varios, según la reciente denuncia de un sindicato policial. Como escandaliza el hecho de que la Generalitat valenciana deba sufragar el servicio de dos escoltas para su expresidente Eduardo Zaplana, quien con su actual cargo en la empresa privada -Telefónica- seguro que se saca un magnífico sueldo mensual.

Por otro lado, en diversas instituciones públicas se posee información de primera mano sobre las bondades y oportunidades que brinda el chocolate del loro. Y a propósito de instituciones, asesorías, austeridades y despilfarros, este país debería plantearse ya muy seriamente (y no hacerlo solo en el curso de campañas electorales) si tiene sentido mantener la red de diputaciones provinciales; si lo tiene la existencia misma de un Senado con sus funciones totalmente devaluadas y en el que toman asiento numerosos políticos ya amortizados; si lo tiene el mantenimiento de poblados órganos consultivos en el ámbito estatal o autonómico (es el caso del Consejo de Estado en el que hallan cobijo preferente ilustres jubilados de la política y del derecho, entre ellos José Luis Rodríguez Zapatero y María Teresa Fernández de la Vega); si tiene sentido, en fin, que, con crisis o sin ella, se prodigue de forma tan generosa la amplia gama de asesorías montada para atender al boyante clientelismo político.

Aunque sea provisional, una conclusión sobresale de manera nítida en esta época de recortes y amarguras: el chocolate del loro se muestra cada día más espeso, un hecho de gran utilidad para entender el alcance y rotundidad de ciertas actitudes políticas, entre ellas la abstención.