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Cristina acude a la cacerolada convocada por el movimiento 15-M en Maó con sus dos hijos, cuyas edades se escriben aún con un solo dígito. Lo hace tranquila. Sabe que sus oídos aún tiernos no se van a ver sometidos a insultos, a descalificaciones gratuitas, a ataques personales soeces, en definitiva, a gestos de mala educación. Su tranquilidad se ve correspondida. La pancarta más altisonante de la plaza se podría calificar de "para todos los públicos". El tono de los discursos es moderado, aunque su contenido sea radical. No hay palabrotas, vamos. Que distinta es esta concentración de aquellas que se producen frente a las sedes de los partidos políticos tras una jornada electoral, sobre todo cuando se trata del ganador. Allí se vilipendia al perdedor, se le atribuyen incluso delitos y se le insulta en lo personal. Lo mismo ha ocurrido en movilizaciones multitudinarias de organizaciones que se autocalifican de serias, tanto de un bando ideológico como de otro. Incluso en algunos mítines de los partidos se oyen más insultos y ridiculizaciones histriónicas que de la boca de los indignados. Y resulta curioso que estas concentraciones de hooligans de unas siglas no estén sometidas a la presión policial que el sábado se vio en las principales ciudades de España, ni a fórmulas tan rancias, exageradas y malsonantes como un toque de queda. Por cierto, los indignados tampoco se preocupan por ofrecer hiperbólicas cifras de participación. Que aprendan los profesionales de la pancarta.