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El próximo mes de julio se conmemorará el vigésimo quinto aniversario del fallecimiento del poeta santanderino Gerardo Diego ( Santander, 1896- Madrid, 1987), considerado una de las figuras más representativas de la Generación del 27. Su longevidad y su incansable afán creador propiciaron una vasta obra poética que acumula una cuarentena de poemarios. Personaje polifacético y muy versátil simultaneó su tarea docente como profesor de Lengua castellana y literatura en diversos institutos de Enseñanza secundaria con su dedicación a la poesía, el ensayo, la crítica literaria y la musicología. Dotado de una sólida preparación intelectual, sus aficiones a la naturaleza, la pintura y, sobre todo, a la música conformaron su formación poética.

A la hora de analizar su obra, lo que más sorprende es la variedad de temas, tonos y estilos que ofrece. En sus inicios ya se revela una notoria búsqueda de la propia personalidad, a la vez que se evidencia una cierta influencia del romanticismo tardío -Bécquer- y del gran maestro Juan Ramón Jiménez, especialmente apreciable en el poemario con que inició su andadura poética El romancero de la novia (1920). Sin embargo su trayectoria literaria se caracteriza por la alternancia entre el cultivo de la lírica tradicional, motivada por su reconocida afición a los clásicos, principalmente Lope de Vega, y la experimentación en el ámbito de los vanguardismos imperantes entonces. No en vano Gerardo Diego es el principal representante español del Creacionismo, cuyo creador fue el poeta chileno Vicente Huidobro, movimiento caracterizado por crear una poesía de libre imaginación, al margen de toda lógica y de referencias precisas a la realidad, que quiere dar vida a una realidad autónoma, un mundo propio. A ella se refiere Gerardo en estos términos: " Creer lo que no vemos dicen que es la fe; crear lo que nunca veremos, esto es la poesía". Y en su intento por justificar su permanente alternancia entre lo nuevo y lo clásico afirma en otra ocasión: "Lo cierto es que me atraen simultáneamente el campo y la ciudad, la tradición y el futuro, el arte nuevo y el antiguo…" Y así, no debe extrañarnos que, ya en sus inicios, encontremos poemarios encuadrados en la vertiente tradicional tan espléndidos como sus Versos humanos (1925), en el que, por cierto, se incluye el famosísimo soneto al ciprés de Silos: Enhiesto surtidor de sombra y sueño…
que conviven con estos otros de marcada tendencia vanguardista como son Imagen (1922) y Manual de espumas (1924) o su muy valorado tributo a la lírica gongorina, la Fábula de Equis y Zeda (1932). Esta simultaneidad de estilos fue una constante a lo largo de su extensa producción literaria, lo cual otorga a su obra un carácter unitario que supera las lógicas diferencias formales y de contenido entre la lírica de creación y la de expresión, que se funden en una aventura poética elaborada en plena libertad. Y así, es interesante destacar que su permanente intención innovadora le lleva a aplicar un cierto sentido vanguardista a sus obras de temas y formas más tradicionales, en las que emplea modelos estróficos tales como el romance, la décima o el soneto.

Su poética denota una singular destreza verbal- especialmente significativo es su dominio de la metáfora-, un profundo conocimiento de los recursos técnicos del verso y un refinado sentido musical producto de su gran afición a la música- Gerardo fue un consumado pianista-. En este sentido son destacables sus poemarios Nocturnos de Chopin (1963) y Preludio, aria y coda a Gabriel Fauré (1967). Aunque, quizás, sus libros más conocidos y considerados sean Ángeles de Compostela (1940), su obra más ambiciosa en la que nos ofrece el ensueño y el alma de Galicia, y Alondra de verdad (1941) en el que reúne un conjunto de sonetos clasicistas, de tema amoroso, en los que con más hondura y humanidad resplandece su poesía más cordial y que figuran entre los mejores de la poesía castellana contemporánea.

La naturaleza, el paisaje, el mar, los pueblos y ciudades de España fueron también fuente de inspiración de sus versos. A dos ciudades consagró dos de sus mejores obras: Soria (1948), ciudad en la que ejerció varios años su profesión docente y con la que se identificó totalmente y Mi Santander, mi cuna, mi palabra, su ciudad natal. Paisaje con figuras (1956) presenta una serie de evocaciones poéticas de escritores o artistas que admiraba.

Estudioso de la literatura, la música y el arte nos ha dejado una extensa bibliografía, un fiel exponente de sus múltiples inquietudes y aficiones. Excelentes son su Antología poética en honor de Góngora o su histórica Antología de poetas contemporáneos 1915-1931.

Galardonado con el Premio Nacional de Literatura, en 1925, que compartió con Rafael Alberti y con el Premio Cervantes del año 1979, que compartió ex aequo con Jorge Luis Borges, falleció a los noventa años dejando, tras de sí, una brillante trayectoria literaria que avala una de las personalidades más atractivas e importantes de la literatura castellana contemporánea.