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Finalizaba mi anterior escrito diciendo que la intervención de Bankia "no constituía solo un injusto rescate del accionista", sino que también tenía relevancia para los depositantes.

El objeto de la banca consiste en recibir depósitos de los ahorradores y conceder créditos a los emprendedores (empresas o familias), obteniendo un beneficio económico entre la remuneración del ahorro que pagan y la del crédito que cobran.

En su inmensa mayoría estos ahorradores/depositantes son trabajadores; asalariados que, en el mejor de los casos, a lo largo de muchos años, van detrayendo pequeñas cantidades de sus nóminas para depositarlas en los bancos y cajas a fin de poder disponer de un mínimo ahorro "por lo que pudiera pasar". Se trata pues de ahorros obtenidos a costa de sacrificios directos de los trabajadores que han tenido que prescindir del correspondiente gasto de consumo.

En los asalariados, la disyuntiva económica "o", cobra su máxima expresión: o compras un bien de consumo, o ahorras. No hay dineros para realizar las dos cosas.

Claro está pues que cuando hablo de depositantes no me refiero a inversores. Éstos no utilizan la disyuntiva "o" sino la copulativa "y", en su pauta de consumo: compran bienes de consumo, y además ahorran (léase invierten).

Los asalariados no disponen de capacidad económica suficiente para invertir. Es por ello que optan por depositar sus ahorros –cuando tienen la suerte de ahorrar, pues muchas veces ni siquiera la relación entre su salario y el coste de vida les da para ello- en bancos y cajas, confiando, tradicional y absolutamente en las garantías que le ofrecen estas entidades financieras, sobre disponibilidad y rentabilidad de sus ahorros, en los términos pactados entre depositantes y bancos/cajas.

Cabe resaltar que un ahorrador, al depositar su dinero en el banco, no pretende invertir en bolsa, o especular en el mercado financiero; no quiere jugarse su dinero. Únicamente confía en el banco para que le custodie su dinero hasta que lo pudiera necesitar.

El Estado entiende que esta función que realizan las entidades financieras es de capital importancia para la cohesión social y económica de un país. Por ello se obliga a establecer una serie de regulaciones y controles en su gestión y a garantizar su solvencia. Pues está claro que reciben ingentes cantidades de ahorros provenientes de trabajadores que no tienen ni los datos ni los conocimientos suficientes para evaluar la solvencia de tales entidades. De esta manera el Estado favorece la confianza de los depositantes en el sistema bancario, sin la cual, las transacciones no podrían llevarse a cabo.

Es precisamente este compromiso del Estado el que se quiebra cuando un banco/caja cae en la insolvencia –caso de Bankia- y millones de depositantes (recordemos: asalariados, no inversores) ven peligrar sus ahorros. Será pues la salvaguardia de esos derechos fracturados de millones de ahorradores lo que deba guiar al Estado en su intervención reparadora pues, llegados a este punto, es obvio que la prevención ha fallado, y el mal mayor ya se ha producido.

El banco en su insolvencia se comporta como un atracador capturando como rehenes a millones de ahorradores inocentes. El conflicto está servido: si queremos salvaguardar a los rehenes tenemos que ofrecer beneficios al atracador; de lo contrario, si nos mantenemos firmes en contra del atracador, el resultado puede significar el desastre para los rehenes. ¿Merecen los rehenes ser salvados accediendo a las condiciones del atracador, es decir, qué es más justo penalizar al atracador o salvar a las víctimas?

Nuestro sistema de valores apuesta por la salvaguardia de las víctimas inocentes. Y nuestro sentido común debería apostar por el establecimiento de un estado de cosas tal que se minimizaran los efectos negativos que se derivasen del acaecimiento de episodios de insolvencia bancaria.

En este sentido lo que nos enseñan los acontecimientos financieros acaecidos desde el 2008 es que las entidades financieras insolventes eran demasiado grandes para dejarlas caer ("too big to fall", como decían), es decir, que podían arrastrar a demasiados inocentes en su caída.

En consecuencia, si acometemos reformas financieras consistentes en la acumulación de entidades financieras para crear otras nuevas y más grandes resultantes de aquellas, tal y como está realizando nuestro Gobierno (Bankia no es sino el conglomerado de unas 7 entidades con problemas que se unen para crearle al Estado un problema mayor), no hacemos más que ampliar el espacio del banco en el que acumular potenciales rehenes. Este volumen de rehenes dificulta el establecimiento de cortafuegos con los que acotar los efectos negativos de eventuales fallidas bancarias.

Concluyendo: la reforma del sistema financiero impulsada por nuestro Gobierno del Partido Popular tiende al engorde de las entidades bancarias, agrandando su capacidad para acumular depositantes (trabajadores/ ahorradores), idóneos para servir de escudos humanos frente a próximas eventuales quiebras.

La reforma del sistema financiero debería reducir el tamaño de las entidades financieras a fin de reducir el tamaño del escudo humano de que dispondrían en el supuesto de fallida, provocada en innumerables ocasiones exclusivamente por mor de sus propios actos de codicia. Solo de esta forma el Estado dejaría de ser cautivo y las entidades habrían de encarar las consecuencias de sus propios actos con lo cual favoreceríamos la prudencia en la toma de decisiones por parte de las entidades financieras, cuyos recientes actos temerarios tanto dolor está causando a tantos inocentes.

Porque, no nos engañemos, tan pronto salgamos de ésta, estaremos entrando en la siguiente.