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Son muchos los que prefieren navegar sin que les detecte el radar. Coger una cómoda velocidad de crucero e intentar pasar siempre inadvertidos. Que todo el mundo les quiera, o al menos les ignore. Crearse un perfil bajo que les mantenga a salvo de posibles ataques, de posibles críticas. Pintar de gris una vida, o parte de ella, y ser políticamente correctos, hasta la nausea, para no pillarse los dedos, para que nadie les señale, para no escandalizar, en definitiva para mantenerse a salvo.

Este tipo de personas huye de los líos, evita la confrontación, elude la responsabilidad, calla para otorgar, silencia para no pelear, nunca da la cara, no vaya a ser que se la partan. Se crean temas tabúes, contextos en los que nunca tomaran parte. Confían en que por el hecho de mirar a la vida de reojo, esta va a ser más benévola con ellos. Puede que en tiempos recientes esta actitud vital funcionara, pero a día de hoy, con la que nos están tirando encima, de nada va a servir ir de lado por la vida, porque los golpes vienen directos a la cara.

Cuando se sabe que 2.200.000 niños viven en este país bajo el umbral de la pobreza (datos de UNICEF), los que tienen los mandos de la gestión esperan que seamos un pueblo silencioso. Que reduzcamos la democracia al hecho de votar cada cuatro años. Que no hagamos ruido pidiendo justicia, denunciando los ataques a la dignidad, presentando alternativas. Que nos estemos calladitos porque si no va a ser peor.

Presentan sus votos como la única herramienta de participación, como una varita mágica y todopoderosa que les da derecho a mentir, a incumplir promesas, a hacer y deshacer lo que les venga en gana sin más consultas, a deslegitimar a los que no se callan, a inyectar el miedo, a esparcir miserias para que las suyas queden ocultas, a recortar libertades y derechos en pos de un futuro mejor, que por este camino, y ellos lo saben, nunca va a llegar.

Ser un ciudadano libre, tener una democracia plena y verdadera, no puede quedar reducido al mero hecho de introducir una papeleta cada cuatro años. Tenemos derecho a levantar la voz, a decir lo que nos gusta y lo que no nos gusta, a expresar con libertad nuestras opiniones, nuestros argumentos, nuestras alternativas.

A decirles que están haciendo mucho daño, que mucha gente sufre por sus decisiones, que les señalaremos con el dedo como culpables del dolor al que están sometiendo a su pueblo. Que no soportamos su doble moral, que están trabajando en el benéfico de unos pocos a costa de empobrecer la vida a la gran mayoría.

Que su falta de humanidad, sus decisiones de atacar a los más débiles, y de dar máxima protección a los más poderosos, tarde o temprano, ha de caer sobre sus conciencias.

Esperemos, queridos lectores, que cada vez sean más los que no tengan miedo a meterse en los charcos para defender su dignidad, piensen que a muchos, directamente, les van a empujar dentro. Y aunque a los miopes siempre nos ha dado mucho respeto que nos rompan las gafas, mientras ustedes quieran, seguiremos pisando charcos, y como les duele que nos riamos, porque no hacerlo bailando claqué.