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Erase una vez hace ya muchos, muchos años, en un lugar muy, muy lejano, vivía una agraciada dama que, siendo extranjera en dicho país, decidió montar un negocio acorde con sus gustos y conocimientos. Sucedió que tras vivir unos años felizmente integrada en su nuevo hogar, fue notando algunos elementos disfuncionales (en otras versiones del cuento se habla de demenciales formas de organización) que llamaron poderosamente su atención. Decidió, dado que no era una persona acomodaticia ni perezosa, emprender acciones en orden a resolver ciertas carencias que a la sazón detectó en su entorno, mimado por otra parte por la fortuna en cuanto a su patrimonio natural. A tal efecto se dirigió al ayuntamiento del que dependía administrativamente su pequeño establecimiento, con la idea de investigar las posibilidades de habilitar (en asociación con otros titulares de negocios de la zona) un aparcamiento provisional, a la espera de las soluciones, ya propuestas por ese mismo ayuntamiento, pero en fase de estudio (las fases de estudio solían durar lustros en aquel lejano lugar). Dirigiose pues la dama alegremente al edificio consistorial con la idea de pedir una cita con quienquiera que se ocupase del asunto que traía entre manos. Unas amables funcionarias le indicaron, tras efectuar las pertinentes consultas, el despacho al que debía dirigirse y le señalaron fecha y hora para mantener un encuentro con el responsable técnico del negociado en cuestión, persona bastante ocupada al parecer, hecho éste que justificaba la demora en establecer dicha cita.
Finalmente llegó el día acordado.

Sucedía en aquel lejano país que algunos funcionarios (pocos; seamos justos con la historia) no valoraban de igual forma su propio tiempo (importante) y el tiempo de los administrados (irrelevante), resultando de este desequilibrio funcional una espera significativa que nuestra heroína hubo de sufrir sin que el caballero visitado sintiera la necesidad de presentar excusa alguna al respecto. Curiosamente, aquel sujeto de apariencia algo displicente tampoco había interiorizado la significativa circunstancia de que la persona que tenía enfrente resultaba pertenecer (como tantos otros sufridos contribuyentes) al grupo de sujetos que proveían su tan apreciada y significativa nómina con dineros de curso legal que depositaban a tal efecto de manera periódica en forma de impuestos en las arcas de la hacienda pública. Fruto quizás de una interpretación algo sesgada y en exceso creativa de la realidad, sentía el caballero en su fuero interno una superioridad moral e incluso intelectual (huella quizás de las alabanzas que le prodigaran sus abuelos en su feliz infancia) sobre la dama reivindicante , que le impelía a interpretar la relación entre ambos como la de la autoridad frente al sospechoso. Obvió también el experimentado técnico la circunstancia de que la dama venía a buscar solución a un asunto que en principio hubiera correspondido a él mismo resolver o en todo caso a la corporación de la que formaba (con justificado orgullo) parte.

Fruto en fin de esta serie de circunstancias desfavorables y de la disparidad de criterios, la entrevista no resultó demasiado cordial ni mucho menos resolutiva: en aquel lejano país, tanto el "vuelva usted mañana" como el "ya le avisaremos" o "estos asuntos no me competen", constituían fórmulas arcaicas, pero prevalentes para algunos elementos enquistados en rincones de difícil acceso a la escoba. La traducción de esos ordenados grupos de fonemas equivaldría normalmente a lo que hoy resumiríamos en un: "¿Que coño quiere usted?", o "Ya está tardando en irse, y (por cierto) ¿tiene sus papeles en regla?". Así eran las cosas en aquel lejano pasado en aquel lejanísimo lugar.

Menos mal que vivimos en un tiempo y lugar donde estas historias no podrían suceder, porque reconozcamos que resultarían insufribles.