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El puerto de Maó vive inmerso en una endémica crisis de identidad. Se debate entre lo que fue, es y quiere ser. Los usos recreativos que tenían un peso importante en el pasado han ido cediendo paso a los industriales, turísticos y comerciales. Se ha hecho de una forma desordenada tanto en el modo como en el espacio y el tiempo, hasta el punto que los camiones y las terrazas de los bares conviven prácticamente en el mismo metro cuadrado. Hay constantes cambios, anuncios, obras, desafectaciones, pero nadie vislumbra con claridad un camino trazado que conduzca a un puerto idóneo. Ahora, en este proceso de diván de psicoanalista, se ha puesto firmes a los pobres pescadores de autoconsumo, víctimas de la "ultraregulación", de la necesidad histérica de ponerle a todo reglas, carnés y fronteras, un proceso que en este caso no ha seguido su orden lógico, sino que ha antepuesto las multas a la divulgación de la normativa. Al abuelo con la caña, uno de los últimos reductos del pasado del puerto, que más que una plaga es una anécdota, se le aparta de los llaüts y los yates. Molesta. Al parecer su anzuelo es una amenaza inquietante o simplemente no es "chic". Se me ocurren decenas de actividades no tradicionales más engorrosas, aberraciones estéticas de nuevo cuño y peligros innecesarios en el puerto de Maó, pero sus artífices o usuarios, querido lector, pasan por caja vía amarre, tasa o concesión. En esto sí que se tienen las cosas claras.