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CARTA DES DE OAK RIDGE, TENNESSEE (EEUU)

Benjamín A. Carreras

La aceleración de la época en que vivimos hace que miremos mucho pero contemplemos poco. Ahora es común para la mayoría de nosotros el viajar a diferentes países, sea por motivo de trabajo o sea por vacaciones. El ver cosas nuevas es siempre un atractivo y ahora, con cámaras en la mano todo el tiempo, fotografiamos sin parar. Para algunos, cuanto más mejor.

También hace unos años acostumbraba a disparar al estilo ametralladora mi cámara fotográfica. Estaba tan liado haciendo fotos que tenía que regresar a casa a ver las fotos para enterarme de lo que había visitado. Pronto me di cuenta de lo estúpido de todo este proceso.

Lo interesante de viajar es poder encontrar algo nuevo que nos diga algo a nosotros. No tiene porque ser un Palacio o un gran monumento, puede ser un rincón, un grupo de personas, la vereda de un río, cualquier pequeño detalle que para nosotros individualmente tenga especial significación. Para eso hay que mirar con cuidado y contemplar lo que se ve. Por eso, desde entonces en mis viajes me llevo unos lápices y un cuaderno de dibujo. Si dibujo algo lo contemplo, lo veo y se queda conmigo.

Uno de esos detalles especiales que encontramos en los viajes puede ser, por ejemplo, un árbol.

Los árboles son como las personas, cada uno tiene su personalidad, pero hay que saber verla. Se dice que los árboles no dejan ver el bosque, para mí es el bosque que no me deja ver a los árboles. De la misma forma que muchas veces la gente no deja ver a las personas. En general, no nos fijamos en los árboles como individuos, los vemos como parte del colectivo del paisaje.

En Japón, debido a las tradiciones Shinto hay una sacralización de objetos naturales, en particular de los árboles. Se les deja crecer como ellos quieran pero se les dan apoyos a las ramas cuando se extienden demasiado, se les cuida y se les venera. En este ambiente uno se fija en las individualidades de cada árbol.

Los árboles, mucho más que las personas, nos muestran su vida completa en la estructura del tronco y ramas, que es el testimonio de cómo se han desarrollado. Algunos, amoldados a un jardín por el hombre van perdiendo parte de personalidad y tienden a parecerse entre sí. Pero otros, a través de sus dificultades en su desarrollo, han creado personalidades fuertes y únicas. Tales son sus vidas que nos pueden enseñar mucho a los humanos.

Como un ejemplo, si me permiten, les presentaré a un amigo en el dibujo adjunto. No es ni uno de los gigantes secuoyas que encontré en el Big Sur, ni uno de los majestuosos robles de la isla de Jekill a donde voy en verano. Es un árbol bastante humilde. Lo conocí hace poco más de diez años en la isla de Hawaii, en la playa de Annaehoomalu. Nació allí, en un terreno poco favorable para desarrollarse, demasiado cerca del mar. Las tormentas marinas periódicamente golpean la zona y en una de esas tormentas cayo al suelo y se quedó casi tocando el agua. Eso fue antes de conocerlo. A pesar de estar caído y en un lugar nada favorable, pudo mantener alguna de las raíces y hacer crecer esa rama casi vertical que es lo único que le queda con vida. No necesitó de nadie, ni nadie le ayudo, solo la voluntad de vivir lo mantuvo.

A pesar de la difícil situación en que está, peor que en una crisis económica, cada año nos sonríe mostrándonos sus flores y en verano se cubre de verdes hojas. No perdió la alegría y el deseo de vivir después de la terrible experiencia de perder el tronco, las ramas y casi todas las raíces. Casi cada año voy a verlo y lo vuelvo a dibujar ya que todo cambia a su alrededor, pero su energía y voluntad por continuar viviendo siguen.