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El enfado se está convirtiendo en el principal elemento de cohesión social. La división generada de forma artificial en torno a cuestiones identitarias está encontrando su contrapunto en la generalización de la cultura del cabreo. Todo el mundo está que trina al ver que sus ingresos y derechos van a la baja, que sus dramas particulares no encuentran la compresión ni el rescate de quien maneja la pasta. Dentro de esta universalización del mosqueo, unos tienen más fuerza que otros. El sector sanitario consigue que les suban las pulsaciones a los mandatarios. Farmacias, agencias de viajes y médicos logran con sus posturas de fuerza que quien abre y cierra el grifo al menos busque la fórmula para apagar su fuego. La educación no corre la misma suerte. Las manifestaciones son prácticamente diarias, el cabreo en las aulas es mayúsculo, no hay escuela ni instituto que no manifieste su oposición al sangrante trato que está recibiendo la comunida educativa. Pero en este caso, al contrario de lo que sucede en el mundo sanitario, a los de la corbata y las tijeras las protestas de la puerta del colegio parece que les resbalan. Porque, digo yo, que podrían compensar los recortes con algo de organización, de previsión, de tacto, que no cuesta dinero. Al contrario, el desprecio a directores, jefes de estudios, docentes, padres y alumnos llega a niveles insultantes con improvisaciones y marcianadas. Parece que el cultivo de la mente no merece el mismo respeto que el cuidado del cuerpo.