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Ha llegado por caso a mis oídos un cuento oriental que en el fondo bien pudiera pasar por occidental. El fantástico relato narra los avatares de un periodo en la historia de una pequeña isla que la tradición oral sitúa en Kazajistán, dándose sin embargo la paradoja de que Kazajistán no tiene islas. Pero yo no me pondría muy quisquilloso en este punto.

Se cuenta del lugar que estaba habitado por gentes felices. Sencillos algunos, emprendedores muchos, honestos y solidarios casi todos, habían logrado construir en su precioso territorio un paraíso donde la convivencia informal, confiada y alegre, sumada al disfrute festivo de su privilegiada naturaleza lo convirtieron en un envidiable hábitat.
Con el (inevitable) transcurrir de los años, la marea humana que acompañó al nacimiento del turismo invadió por todas latitudes casi cada tramo de litoral, aportando al principio cierta gracia (por lo novedoso quizás) en la pacífica isla, que acogió a estos primeros visitantes con cordialidad y generosidad, sorprendiendo y enamorando a muchos de ellos precisamente por este atractivo talante tan escaso en otras comarcas. Fueron pues unos años de grata cohabitación entre nativos y foráneos inolvidable para muchos de estos últimos.

¿Qué pasó entonces para que la cosa se torciera? Porque la cosa se torció, según la leyenda. De eso trata el presente relato.

Sucedió por una parte que la marea de visitantes fue creciendo exponencialmente y de forma paralela al desmantelamiento del tejido industrioso (muscular) de la isla, con lo cual, al inédito (hasta esa fecha) consumo de territorio se sumó la paulatina dependencia insular de este nuevo recurso. La dependencia crea recelo; también en Kazajistán. El recelo crea mal rollo hasta en Disneylandia.

Pero otro dramático factor, en este caso interno, cobró protagonismo en aquel contexto convulso, y lo hizo, como no podría ser de otra manera, para empeorar las cosas. Cuentan los más viejos del lugar que en uno de los núcleos urbanos del interior de la isla habitaba una dama que si quizás no era extraordinariamente inteligente, si parecía bastante lista. Regentaba un comercio al pormenor. Pronto comprendió que tendría que vender demasiadas cenefas hasta conseguir acumular el patrimonio que su natural inquietud ambicionaba. La situación política de aquellos tiempos míticos facilitó la posibilidad de que un grupo reducido de votantes (este dato, junto con la insularidad me hacen poner en cuestión la localización exacta del territorio, ya que en Kazajistán la democracia, al igual que el vino tinto no aparecen documentados hasta fechas más recientes) un grupo reducido de votantes, decía, dispusieron de la llave del gobierno.

Es ahí donde la dama localizó el hueco que la historia le tenía reservado. Inmediatamente se puso a los mandos de la pequeña formación, y con ello a los mandos del gobierno efectivo. Sin desmayo comenzó a dar forma a un ingenioso plan: habilitar despachos oficiales donde colocar a cerca del noventa por ciento de los militantes de su formación. Para ello fue necesario crear abundante tejido burocrático (adiposo). El reto no la inquietó, ideas no le faltaban. A partir de ese momento, pedir cualquier permiso para enterrar cableado eléctrico o reparar un tejado, o lo que fuera, requeriría años de infinitos trámites que desde luego acabarían minando la moral del más pintado, pero que de momento proveían de sueldos jugosos a los miembros de su secta. Este estado de cosas no afectaba sin embargo a la población donde otrora tuviera ella su comercio (que por supuesto alquiló inmediatamente a alguna institución pública utilizando para ello sabiamente su recién adquirida influencia), dado que el samún de dicha población (lo que equivaldría al alcalde en nuestra cultura) era a la vez su falisán (similar a lo que entendemos por marido), y se daba la circunstancia de que éste tenía gran pasión por alicatar hasta el techo las calas más hermosas de su departamento, y dado que el alicatado no estaba permitido en el resto del territorio, se decidió eliminar en este caso alguno de los engorrosos trámites por los que debían pasar el resto de los súbditos de la república, pues se pensó que total, hacer la vista gorda de vez en cuando no podía hacer mal a nadie.
Pero, !qué lástima!... mira que sin darme cuenta he consumido ya el espacio que este diario me cede amablemente para que cuente mis chorradas, de manera que tendré que dejar para otra ocasión el resto del cuento y sobre todo la moraleja (este cuento es de los que la tiene).