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En la calle, en las cafeterías más concurridas, en las colas del pan y en las páginas de opinión del "Menorca" abundan aquellos emisores de opiniones que apelan, con más o menos precisión histórica, a pasados gloriosos a los que sería óptimo regresar. Añoran antiguas esencias, valores preservados hasta que cayeron en las garras del progreso que consideran corruptor. Ignoran que el progreso es inevitable, que nada es como ayer y que detener el efecto transformador del paso del tiempo es algo imposible, como dijo, dicen, el bueno de Heráclito. Aún así, hay hábitos, costumbres, que a uno le apena perder, y más si su desaparición redunda en la cuenta de resultados. Esta semana la amputación ha venido por el Aeropuerto de Menorca. Adiós a la primera media hora gratis en el parking, a esos padres apurando al máximo para ir a buscar a sus cachorros sin pasar por caja, a esos amigos requeridos desde la misma escalera del avión para aparcar por la patilla. La crisis nos está dejando sin estos pequeños placeres, sin la alegría de poner el tique y que la máquina lo devolviera sin más requerimiento en metálico. Pero el Ministerio de Fomento, muy considerado él, ha tenido en cuenta esta pérdida de conexión con la historia, de rotura en el imaginario menorquín y, por adelantado, nos compensó resucitando una antigualla histórica que ya teníamos olvidada, el mítico certificado de residente. Eso sí, tampoco es gratis salvo engorrosa cabriola informática. La crisis.