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De nuevo el carrusel inercial del estado de las autonomías arriba a su punto álgido y nos brinda con ello el mayor espectáculo del mundo. Esta vez sin fieras, pero con magos, equilibristas y cantidad de payasos. ¡Alegremos nuestros corazones! ¡Ya están aquí las elecciones!

Una flamante y electrizante campaña electoral se despliega ante nuestros ojos. Los simpáticos incompetentes que han dilapidado con esmero en algunos casos, con desgana en otros, pero siempre con notable acierto nuestros dineros se disponen a prometernos por el niño Jesús que esta vez sí, que esta vez lo arreglarán todo. Los que palmaron en la pasada convocatoria, pero gobernaron con anterioridad se hacen cargo del número más espectacular de la función: Las piruetas.

Unos y otros, venciendo no sin esfuerzo las ganas de reír, van a darse un hartón de promesas, muchas de ellas ya amortizadas por el uso; otras (hay que reconocer que alguno se lo curra) camufladas con una manita de material reciclado teñido previamente de novedad.

Un surtido catálogo de mentirijillas y mentiras de las gordas está ya dispuesto para ser exhibido en la pista central. Los industriosos magos hacen desaparecer las huellas de recientes actividades deshonestas, nepotismos varios, adjudicaciones irregulares en demenciales y costosas obras perfectamente innecesarias. Nada por aquí, nada por allá.

Los payasos se divierten creando confusión mientras alumbran ocurrencias que los candidatos pueden repetir después (con mayor o menor salero) en formato consigna.

Los burladores del número (una especialidad que compete a magos y equilibristas) entretienen a la plebe con sus interpretaciones sesgadas de todo tipo de datos. Son profesionales que no le hacen ascos a nada: datos estadísticos, proyecciones de voto, previsiones de tal o cual organismo. Cualquier valor sirve para apuntalar una trola.

Los malabaristas de la palabra convierten con asombrosa pericia lo negro en blanco, el digo en diego. El público, agradecido de tanta diversión aplaude con entusiasmo el por otra parte escaso y trillado repertorio, especialmente cuando se les indica que la señal de televisión transmite en directo la irrepetible catarsis, momento éste en que el graderío se convulsiona en un orgiástico griterío con trajín de banderas y muestras de delirio colectivo.

¡Qué bello espectáculo! Del que podremos gozar por un prolongadísimo periodo de tiempo, ya que se han sustraído a tal efecto de nuestras arcas las cantidades suficientes para que los partidos no escatimen en gastos.

Como colofón, cuando ya todo haya pasado, cuando las exhaustas gargantas ya no puedan emitir más promesas incumplibles, balbucear más penosas justificaciones, cuando las banderitas ya inútiles desborden las papeleras, todavía nos quedará la gran traca final. Personalmente confieso que es el apartado con el que más disfruto: el mágico momento en que todos los candidatos proclaman que el resultado obtenido resulta positivo para su formación, tanto si han perdido dos escaños como si han perdido ocho. Supongo que en el fondo no les falta razón: los auténticos perdedores seremos nosotros.

Desde el profundo estado de euforia que me producen las campañas electorales, compartiré con ustedes una idea sencilla. Propongo que los parlamentos de las distintas autonomías ( y por idéntica razón el de la nación) consten, mientras no existan las listas abiertas, de un número de diputados idéntico al número de partidos que logren escaño, gozando el voto de cada candidato del peso proporcional que le otorgue el número de papeletas que consiguió en las urnas. Un parlamento con cinco diputados, o diez o doce en el caso del español resultaría extraordinariamente más barato y estoy convencido de que nada notaríamos en cuanto a prestaciones.