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Era noviembre, y aunque aún no eran las cinco de la tarde, se apagaba ya la luz del día y trepaba la humedad del mar hacia el interior. Aquella cuneta, desde la que mirábamos incrédulos el talud cubierto por vegetación donde se encontraron los restos del niño César, nos parecía cada vez más siniestra. Me resulta difícil dejar de asociar esa carretera y la cala cercana de Binidalí a una tarde de trabajo que conduciría a un episodio macabro de la historia de los sucesos en Menorca. El caso de Mónica Juanatey, la madre del pequeño y presunta autora de su muerte, se juzgará la semana que viene en Palma y los tribunales devuelven esta triste historia a las páginas de actualidad. Nunca un oficio acaba de curtirte lo suficiente como para dejar de pensar en las víctimas, o en lo que puede pasar por la mente de una persona que, a falta de que el jurado determine su culpabilidad o inocencia, confesó haber metido y abandonado a su hijo fallecido en una maleta. Y aún así pudo seguir con su vida durante más de dos años hasta que se produjo su detención. No es fácil asumir que lo peor puede estar sucediendo bajo un sol luminoso del mes de julio, en unas vacaciones escolares y en los paisajes cotidianos por los que tantas veces transitamos.