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Más allá de lo escabroso del caso de Mónica Juanatey, el juicio descubre retazos de cómo fue la vida del niño de 9 años que seguramente murió a manos de su madre. No fue una vida fácil. Se le negaron los derechos que protegen a los niños, que representan la parte más sensible de la sociedad y más importante para garantizar un futuro mejor. La Convención de 1989 de los derechos de los niños, suscrita por casi doscientos países, pretende garantizar los derechos a la vida; a la salud; al descanso y al juego; a la libertad de expresión; a un nombre; a una familia; a la protección contra el descuido y el trato negligente; a la educación. César no obtuvo la protección que se merecía, ni el cariño que ayuda a todos los niños a crecer y a madurar. Ni de quienes tenían la obligación de garantizar esa protección, ni de un sistema de atención social que no fue capaz de realizar el seguimiento de un niño con riesgo evidente al desamparo. A menudo los menores se convierten en testigos silenciosos y a veces en víctimas del deterioro familiar y social. Es necesario mantener activos los medios para proteger la infancia. Por suerte, el destino de César es la excepción, un caso dramático que no ha de repetirse. La pérdida de derechos de la infancia ya no es tan excepcional.