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No se han encontrado pruebas irrefutables que establezcan con nitidez la procedencia del primer naufrago sapiens que arribó a la costa menorquina. Sin embargo, fuera éste conducido a la Isla por un temporal de poniente, por una respetable tramontana o, mucho más improbablemente, por una galerna del sur o un temible levante otoñal, lo que si queda perfectamente acreditado es que el sujeto se llamaba Pons. Pons enseguida comprendió que había llegado a un lugar lleno de posibilidades. Tras unas primeras jornadas agotadoras en busca tanto de los límites de su nuevo hogar como de congéneres, arribó a lo que hoy día conocemos por Son Bou. ¡Vaya pedazo de playa espectacular! Exclamó Pons, no pudiendo contener su entusiasmo ¡Yo construiría aquí una basílica si se hubieran inventado!- añadió, incapaz por otra parte de imaginar que además de basílicas se acabarían inventando también los rascacielos a pie de playa.

Luego de comerse un par de patos (Pons era hábil cazador, como todos aquellos coetáneos que aspiraban a llegar a viejos) dedicó el resto de la tarde a practicar una de sus habilidades más sólidamente arraigadas y más redondamente conseguidas: la siesta. (Esta singular destreza inclina a algunos historiadores a suponer en Pons orígenes ibéricos con mayor probabilidad que transpirenaicos u orientales). Una vez despierto, se construyó una magnífica honda por si las moscas y continuó explorando el territorio con la tranquilidad que le daba su experiencia como superviviente en entornos hostiles, y éste no le parecía hostil en absoluto. Muy al contrario, a medida que lo iba descubriendo decidió clasificarlo como paraíso radicalmente hospitalario y apetecible: no sólo no lo habitaban toros, cocodrilos ni lobos, sino que ni siquiera había jefes de tribu tocapelotas, ni estatutos de comunidad de vecinos ni ningún tipo de tasa administrativa. En vez de eso encontró acogedoras cuevas, manantiales al borde del mar, escupiñas, cabras y conejos a gogó.

Al cabo de algunas lunas comprendió Pons cuanto echaba en falta un elemento indispensable para sentirse plenamente satisfecho. Aventuró que necesariamente ese elemento llegaría en todo caso - con suerte- por mar, pues dentro de la isla (ya había establecido con certeza que se hallaba rodeado de agua) no encontró trazas de humanidad de ningún género, y esto incluía lamentablemente a ese género especial que echaba más en falta. Acertó Pons en su pronóstico, pues una tarde de fuerte viento y amenazadores nubarrones vio desde su atalaya habitual (que hoy conocemos como La Mola) un atemorizado grupo de individuos flotando sobre un conjunto de troncos unidos por lianas y que no ofrecían ninguna duda sobre su adscripción a la misma especie zoológica que Pons, que en aquellos momentos se concentraba en elevar plegarias para que no todos los balseros que veía fueran portadores de testosterona. Sus rezos, que en aquella época no se dirigían a ninguna de las deidades catalogadas en Wikipedia tuvieron sin embargo su recompensa, pues el grupo, después de bregar duro contra viento y marea consiguió entrar en la rada que hoy conocemos como puerto de Mahón, y -según constató Pons con infinita alegría- estaba compuesto por un varón adulto tan entrado en carnes como en años, cuatro mujeres de distintas edades y dos infantes, fuertemente asidos a lo que imaginó fueran sus respectivas madres o acaso tías .

Pons tenía clara una cosa: su apellido debía copar las páginas de la guía telefónica cuando esta llegara a inventarse muchos siglos después, y si para ello era necesario establecer un riguroso régimen de trabajo no tenía inconveniente en empezar esa misma tarde. Y así lo hizo. Gracias a tan enérgica determinación no hubo de esperar más de tres estaciones para que el apellido Pons empezara a destacar con fuerza sobre los demás.
Nuevos desembarcos dieron con los años la ocasión a Pons de ver como su sueño se encarrilaba en la dirección adecuada. Pronto su descendencia se consolidaría como el linaje más numeroso.

Satisfecho, a la edad de treinta y cinco años (que en aquellos tiempos superaba con creces la esperanza media de vida), y poseedor de una fama y prestigio suficientes como para ser respetado y escuchado por todos los pobladores de la isla, se dispuso a pasar una vejez muelle mientras transmitía a la comunidad su sabiduría y sus genes, ya que pareciéndole estos ser de calidad, encontraba plausible así mismo el mecanismo de transmisión que la sabia naturaleza había establecido para tal fin.
(Continuará…)