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Con todo el respeto que me merecen tanto la libertad de expresión como las iniciativas de un buen grupo editorial, la proliferación de memorias vivas me produce un sabor agridulce. Por una parte me alegro enormemente de que un ex presidente del Gobierno «esté para contarlo», oportunidad que no le dimos –pueblo de iconoclastas– a Prim, a Dato, a Canalejas, ni a Carrero Blanco, porque poco faltó para que ETA aumentase la nómina de presidentes asesinados.

Pero por otra parte me preocupa su fondo y trascendencia. Creo que los servidores públicos –estuve en nómina muchos años como tal– no somos dueños personales de informaciones que hemos recibido, ni de las decisiones que hemos tomado en el ejercicio de nuestro temporal ejercicio del poder. Estoy seguro de que se cumplirán, en el caso del presidente Aznar, persona con enorme sentido de la responsabilidad, normas de confidencialidad o secreto. Pero si las cumple como espero, dejarán de ser completas.
Tampoco se pueden utilizar las memorias transcribiendo conversaciones confidenciales o simplemente informales obtenidas de interlocutores que no saben que serán publicadas a pronto o medio plazo. ¿Hasta qué punto tenemos derechos de autor sobre las sinceridades o comentarios de otros?

Un último punto se refiere a la objetividad. Poca gente escribe sobre sus errores y sus fracasos, más bien sobre sus éxitos y méritos. Lógica condición humana.

Porque en resumen, una vez superado el primer hervor de las listas de ventas, ¿qué nos queda? La Historia dice que siempre aportan algo bueno, pero su rastro carece de rigor.
César Vidal, con su habitual maestría, entraba recientemente en el tema, en estas mismas páginas. Repetía con frecuencia una palabra: «justificación».

Jenofonte en su «Annabasis» quiere justificar sus servicios como mercenario a Ciro el Joven, Julio Cesar en su «Guerra de las Galias» y «La guerra civil» manipula y oculta y «aunque siguen siendo un monumento literario, se trata de escritos de propaganda política difícilmente superables», dice nuestro actual Cesar de las letras.

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El «Napoleón explicado por sí mismo» en el Memorial de Santa Elena redactado por el Conde de Les Cases es otro ejemplo de subjetividad y justificación. No digamos como lo hacen tanto Trotsky –«Mi vida»– como Hitler –«Mi lucha»– respecto a sus revoluciones. De Gaulle desde la brillantez de su pluma no deja de escribir para una Francia conmocionada a la que se ha mentido desde la firma del Armisticio de Compiegne al final de la Primera Guerra Mundial, hasta bien entrado el siglo XX, en el que comprende que no todos los franceses habían sido resistentes, ni todas las declaraciones de guerra procedían de Alemania. No se puede negar a De Gaulle, parte importante de este espejismo histórico.

Kissinger es otro ejemplo de ocultismo interesado. ¿Creen que habla de Pinochet en sus memorias?

No es frecuente que entre militares modernos proliferen memorias. En cualquier caso son memorias parciales referidas a alguna campaña. Yo destacaría las honestas del coronel Carlos Palanca referidas, engañados por Napoleón III, a la expedición franco-española que conquistó el Tonkín, la más tarde Indochina francesa. También son honestas y completas las del general de la Gándara referidas a la fracasada anexión de la Dominicana a España en 1861. Pero son de muy difícil digestión las del general Fernando Fernández de Córdova sobre la expedición española a los Estados Pontificios cuando protegimos a Pío IX en Gaeta y a punto estuvimos de traerlo a Palma de Mallorca.

De los militares recientes, conozco la existencia de unas interesantes memorias del general José Faura, un excelente profesional y persona, al que tuve de Jefe de Estado Mayor y el cual me honró con su amistad. Faura que describe su primera etapa en el Protectorado español en Marruecos, prestó a lo largo de su vida importantes servicios no sólo en el Ejército sino en la presidencia del Gobierno en la que se iniciaban unos modestos pero eficaces servicios de inteligencia. Describe, por ejemplo, las gestiones para acompañar a Tarradellas a Barcelona, sin descubrir muchas de las claves que envolvieron aquella buena decisión del presidente Suárez en pleno comienzo de nuestra Transición. El texto no ha encontrado editor, en parte por el escaso valor que se ha dado a la opinión de los militares durante muchos años, en parte porque debido al respeto que tenemos a la confidencialidad de la que hablaba al principio, no ponemos quizás el morbo suficiente para hacer atractivo un texto al gran público.

Un amigo socarrón que comenta regularmente mis tribunas, alguna vez con sana pero agresiva crítica, añadirá seguramente: «Estás en contra de las memorias, porque nadie te ha ofrecido 800.000 euros, como le ofrecieron a otro político». Y le contestaré: tampoco me lo creo. ¡Hasta en los contratos y listas de ventas pueden ser subjetivas –justificativas– las memorias vivas!