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Sentarse en un vagón de tren o de metro y escudriñar, con disimulo, rostros e indumentarias ajenas, imaginar las historias que acompañan a esas personas que comparten el viaje, hasta la próxima parada. Es una costumbre, un placer extraño, si se quiere, casi olvidado, que recupero cuando abandono el microcosmos insular. Aunque depender del transporte público tenga sus incomodidades, hay también algunas ventajas, entre ellas la de olvidarse del volante y de sortear rotondas, y dejarse llevar, practicando la observación de esos seres anónimos que forman el todo, el genérico, la sociedad. El mejor lugar para cazar tendencias, sin duda, ver por dónde van los tiros.

Prácticamente nadie habla cuando viaja en metro, salvo algunos grupos de adolescentes y jóvenes, los que más vociferan, alegres. Hay quien se retira cuando otros madrugan para cruzar la ciudad y dirigirse al trabajo.

La mayoría se transporta absorta en sus pensamientos, indiferente a un pasajero que entra y se declara en paro para acto seguido ofrecer llaveros y otras baratijas con las que ganar unos euros. Son multitud los que se concentran en sus smartphones y los pulsan sin descanso, o aquellos que se aíslan del exterior con auriculares, de los que solo nos llegan notas imaginarias y el chasquido del ritmo que hace mover la cabeza a nuestro vecino de asiento. Los gadgets electrónicos amenizan el trayecto por el subsuelo y yo, apreciando el tacto del papel, de un libro, entre las manos, me siento casi como una especie en peligro de extinción.