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No descubro nada si afirmo que el ser humano es capaz de ejecutar las mayores felonías y por contraste alcanzar las más altas cotas de generosidad y entrega a los demás. En un pequeño pueblo norteamericano –Newtown– se han dado los dos ejemplos. No me detendré en la enferma personalidad asesina de quien seguramente pasará a la historia ,un mal producto de nuestro tiempo, un monstruo introvertido y perverso de reacciones imprevisibles, que había acumulado un odio social imposible de medir. Quizás su propia madre –con indiscutibles responsabilidades en este desequilibrio– podría contarnos algo más, pero también murió en el tiroteo.

Sí debo detenerme en ensalzar a las profesoras del colegio que hicieron de escudos humanos evitando que muriesen más niños. Me refiero a la directora Hochsprung, a la psicóloga Serlach y a las profesoras Victoria Soto y Lauren Rousseau. Cada una de ellas ofreció su vida de diferentes maneras para preservar a sus alumnos, escondiéndolos en armarios, intentando confundir al asesino, ofreciendo su propio cuerpo como escudo. No hay momento de mayor grandeza en el ser humano que cuando se ofrece para salvaguardar, generoso, la vida de otros.

Enseguida vinieron a mi cabeza ejemplos de este tipo de sacrificios. No hace mucho conmemorábamos la concesión de la Cruz Laureada de San Fernando colectiva al Regimiento de Caballería Alcántara 14, una unidad que en la guerra de Marruecos de 1921 protegiendo en sucesivas cargas al grueso de columnas de soldados españoles, sacrificó a 544 de sus 730 jefes, oficiales, suboficiales y tropa en algo más de dos semanas. Me duele por un lado saber que hemos tardado más de noventa años en reconocerlo oficialmente, pero por otra me alegra que este momento haya llegado.

Sin ir tan lejos, un joven teniente de Infantería, Arturo Muñoz Castellanos formando parte de la Agrupación Canarias había recibido la orden de transportar medicinas, plasma y suero al hospital musulmán de Mostar un 11 de Mayo de 1993. Una granada de mortero le hirió de gravedad en la misma puerta del centro sanitario. Moriría dos días después en un hospital de Madrid al que fue evacuado con urgencia. Se convertiría en el primer caído español en la antigua Yugoslavia. Conocía el riesgo, sabía del odio entre dos comunidades, asumió y no dudó en cumplir la orden, porque era consciente de que lo que transportaba era esencial para salvar la vida de otros.

Pero sé que los heroicos jinetes del Alcántara y sé que el joven teniente legionario habían jurado ante la Bandera de todos «derramar hasta la última gota de sangre» por su Patria. Se lo recordaba un artículo de nuestras Ordenanzas: «Solicitará y deseará ser empleado siempre en las ocasiones de mayor riesgo y fatiga». Y lo cumplieron, aun encontrándose en tierra extraña.

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Me referiré también a otro sacrificio colectivo: el de los bomberos de Nueva York subiendo las escaleras de las Torres Gemelas un 11 de septiembre. La disciplina, el ejemplo de sus mandos, el espíritu de cuerpo, el orgullo de servir, les daban fuerzas para subir peldaño a peldaño hacia los pisos en llamas. Expertos en incendios, bien sabían a lo que se arriesgaban, bien sabían muchos que no habría retorno.

En todos, era la consagración del sacrificio aceptado, asumido.

Pero estas maestras de Newtown no habían jurado ningún compromiso que entrañase riesgo para sus vidas. Como buenas norteamericanas conocían la historia de su pueblo, respetaban sus símbolos, valoraban enormemente a los héroes que lo forjaron. Pero no podían prever hasta qué punto se les exigiría su sacrificio. Y lo asumieron sin dudar. Tal era el sentido responsable con que ejercían su magisterio. Eran depositarias de lo mas querido por unos padres, como son sus hijos. Y este sentido de custodia, de protección, de asunción de responsabilidades, fue superior al miedo que les pudo infundir el asesino , al humano instinto de protección.

Siempre he tenido un gran respeto hacia mis maestros, ya fueran aquellos Hermanos de La Salle, ya fueran quienes me formaron posteriormente en un Instituto Público de Enseñanza Media. Tuve la suerte de cruzarme con enseñantes vocacionales, más proclives a sus deberes que a sus derechos y que nunca nos utilizaron para sus reivindicaciones o protestas como dolorosamente ocurre hoy en España. Porque, creo, no es lícito utilizar a los niños como escudos lingüísticos o políticos.

Somos los adultos quienes tenemos que protegerles, formarles, enseñarles a transitar por este difícil mundo. Escudarles ante las amenazas, en resumen, como hicieron las maestras de Newtown.

Hoy no tengo la menor duda: Dawn Hochsprung, Lauren Rousseau, Vicki Soto, estáis más que incluidas en la nómina de héroes que atesora vuestro gran país, los Estados Unidos, el que ante la desgracia sabe unir y salir más fortalecido. ¡Mi enorme respeto a vuestro sacrificio!