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Lo admiraban. A él y a su país. Hasta que alguien, final e inevitablemente, acababa formulando la pregunta de siempre. Su respuesta, entonces, invertía la reacción del auditorio y de la admiración se pasaba a la más indomable hilaridad. Hablaba, con frecuencia y pasión, de las virtudes de la tierra en la que había nacido y de los valores éticos de sus ciudadanos que les habían permitido salir de la crisis de una manera que otros juzgaban milagrosa. A tenor de lo dicho se refería, orgulloso, y a modo de ejemplo, a la cultura del consenso que había posibilitado pactos en Educación, Sanidad y Pensiones. La honradez de la clase dirigente era paradigmática –añadía-. Surgía de las sedes parlamentarias e, irradiando, contagiaba, por ejemplar, a la ciudadanía, mejorándola. Era, por tanto, un pueblo que se sentía seguro, por amado y respetado; mecido, tiernamente, por unos gobernantes sensatos, coherentes y austeros que dirigían, inequívocamente, sus ingentes esfuerzos hacia las capas menos favorecidas… En el frontispicio del Congreso se había grabado, resumida, toda la filosofía de la acción gestora de quienes administraban lo público: "Siempre con el débil frente al fuerte". Su nación era una Arcadia –así lo defendía él- en la que la argumentación suplía al insulto y la ética a la visceralidad sectaria. El orador, llegado este punto, se complacía en recordar que hubo, sin embargo, un tiempo en que todo había sido radicalmente distinto, hasta que alguien reaccionó e hizo algo, iniciándose así un maravilloso y salvador efecto dominó…

Te comentaron ayer al respecto (¿fue ayer?) que se congregaban junto a su figura las clases más humildes de la sociedad, sedientas de saber más a acerca de su país. Cuentan, igualmente, que los borrachos cesaban en su ingesta; que los políticos lo rehuían; que los pobres mendigaban tan solo palabras y que en los hombres de embrutecidas conciencias despertaba un anhelo irrefrenable de mudar de vida… Otros, sin embargo, se contentaban con apostar sobre su nacionalidad…

¿Islandia? ¿Suecia? Pero el castellano perfecto que utilizaba dificultaba el juego de los tahúres… En ocasiones, cuando se subía a un banco público y era inmediatamente cercado por devotos hambrientos de sueños, se originaba una imagen lírica que evocaba ineludibles pasajes evangélicos… Desde cualquier tarima, aquel hombre se empecinaba en hablar de su tierra y, al hacerlo, palabras como trabajo, honestidad, ejemplaridad, tolerancia, convivencia, respeto, seriedad fluían de los labios para pulular después por las ramas de los árboles, por las tiendas huérfanas, por los adolescentes sin aurora, por los viandantes sin brújula, por los ancianos desasistidos, por los hombres sin trabajo, por las mujeres todavía maltratadas, por esos otros mendigos que gemían por una regeneración…

–¿Islandia?
–¿Suecia?
–Un país nórdico – generalizaban los acomodaticios-.

Lo admiraban –te lo explicaron, sí-. A él y a su país. Hasta que alguien, final e inevitablemente, acababa formulando la pregunta de siempre. Su respuesta, entonces, invertía la reacción del auditorio y de la admiración se pasaba a la más indomable hilaridad… Ocurrió también aquel lunes… Tras reivindicar la separación real de poderes, un niño (hubiera podido ser un borracho) osó lanzar al aire la pregunta:

–¿De dónde eres?
–De España –respondió-.

Y, efectivamente, el auditorio de aquel día (¿era lunes?) hizo lo que hicieron otros auditorios en otros lunes parecidos a ese: echarse a reír…

Nadie entendió nunca que él no hablaba de la actual, pero sí de la posible… Nadie comprendió tampoco, jamás, que aquel hombre tenía mucho de Quijote en una nación habitada por muchos sanchos, demasiados…