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La globalización lo cambió todo. En los inicios, la España de charanga y pandereta, que terminaba en los Pirineos, mutó a "Spain is different" y los toros, el flamenco y la paella fueron reclamos universales del turismo durante los años finales del franquismo y la transición democrática. Ahora la mundialización iguala en los papeles, no de moneda, y aunque España se ha integrado a la Comunidad Europea, sigue fiel a sus esencias actualizadas. Y un reciclado distintivo universal todavía nos identifica: tapas, fiesta y Barça.

Cuando se pregunta por nuestro país a nativos o expatriados no ibéricos que trabajan en los centros de poder, Singapur, Malasia, Dubai…, responden invariablemente con esos tópicos. Podrán ser los mejores en sus diversas profesiones, economistas, brokers, domóticos, abogados, pero aunque hayan superado las pruebas de selección de personal y evitado con picardía que sonase el escáner ideológico por no considerar que lo más importante de la vida es el dinero, no añaden otras señas que nos identifican. Cuando más pondrán su acento en jamón, tortilla, siesta, olé, Messi y Barcelona.

Hace 27 años Correos emitió un sello sobre la emigración con la imagen seccionada de un hombre, caminando de espaldas, con una maleta en la mano derecha. Asociar esa imagen con las vistas antaño en las estaciones ferroviarias de París, Zurich o Manheim, revive la sensación de rabia y tristeza por esos decididos pasos que dejan la necesidad en busca de futuro.

Ignoro si esa estampilla era un recordatorio de otros tiempos ya superados o una alerta para no repetir desgarradoras despedidas y consuelos forzosos: "más vale buscar comida que ganas de comer". El éxodo actual registra testimonios parecidos y números, aunque no tan masivos como antes, sí preocupantes porque ya se cuantifican en millones. Hoy, además, se suma la sensación de estafa de nuestros políticos, incapaces de aprovechar la bonanza económica del euro para sustituir la dependencia estructural del sector servicios y de la construcción. Como no apostaron decididamente por la educación e investigación de nuevas tecnologías que, probablemente, hubiesen creado industrias punteras y fuentes laborales, de aquellos ladrillos, quedan estas ruinas. Una hecatombe: no se va mano de obra sin cualificar. Las antiguas maletas de cartón piedra, con un certificado de estudios primarios, como máximo, hoy son de plástico con rueditas y las arrastra un joven con portátil al hombro que habla idiomas y con uno o dos títulos universitarios en su haber. Quizás su bagaje cultural ya le abrió las puertas de un empleo o va a la aventura hasta encontrar alguien que valore y necesite sus conocimientos.

Menorca estuvo y está en el mapa de esta desolación. Ya empezó el goteo de nativos con trabajos en la península y en el extranjeros y, sino se remedia, la gente se marchará a chorros.

¿Qué hacer? Ponerse de acuerdo en potenciar el turismo, mientras no haya otra alternativa superadora, y obrar en consecuencia. Y dentro de ese accionar inmediato, la prioridad uno como fuente adicional de recursos: abrir al público las Cuevas de Cala Blanca. La urgencia de su apertura la debe marcar la realidad y no los tiempos políticos y burocráticos. Si no hay recursos públicos, se debería elegir el mejor proyecto del concurso que debiera convocarse para adecuarlas a su explotación, con un canon razonable, a cobrar por el tiempo de concesión. Así se crearían fuentes de trabajo, se generarían recursos y se apuntaría al turismo de calidad..

Inventemos pronto algo que funcione o la isla quedará diezmada.