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En los últimos días los empresarios relacionados con dos alimentos han expresado su preocupación por el difícil momento que están atravesando. El pan y el pescado fresco se han visto seriamente afectados por la crisis, que lastra el consumo, y por la apertura de grandes superficies en la Isla que ofrecen baguetes y merluza a precios con los que el pequeño comerciante local no puede competir. El lamento sirve de poco. El consumidor es muy receptivo a los precios ventajosos, estudia con esmero la previsión de gastos y se siente especialmente atraído por los chollos. Tampoco sirve de nada criminalizar. Las grandes superficies se han instalado en el paisaje comercial menorquín con una fuerza y una aceptación que no admiten dudas. Llegan, invierten, dan trabajo y alegran la vida al consumidor aumentando la oferta. Tampoco el consumidor tiene por qué soportar en su cartera el peso de la responsabilidad de mantener abiertos a óptimo rendimiento a los establecimientos más tradicionales. El cliente es soberano a la hora de valorar calidad y precio para decidir. En ocasiones, la mayor calidad del pescado fresco de Sa Plaça o del pan de toda la vida no sirve de suficiente contrapeso ante los fríos números. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos resignamos al monopolio de las grandes superfícies? En absoluto. Todo lo contrario. Los comerciantes de pequeño calado, la panadería de la esquina, el simpático pescadero de Sa Plaça, se ven ante la obligación impuesta por las circunstancias de reinventarse, de dar a conocer más si cabe la calidad de sus productos y, sobre todo, de buscar el modo de llegar a aquel consumidor que no puede permitirse el pescado fresco a 21 euros el kilo. No es suficiente con apelar a la sensibilidad de quien paga, que cada uno ya tiene bastante con lo suyo, hay que hacer algo más. Es muy complicado, pero es que no hay más remedio. Esto es la selva.