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El 28 de enero y el 1 de febrero del presente año son fechas muy señaladas para la Iglesia de Menorca y para todas las personas, que son muchas, que se sienten especialmente vinculadas con este sacerdote y mártir de la fe, que D. m. será beatificado el próximo 27 de octubre junto con otros muchos mártires. Esta proclamación de su bienaventuranza celestial (beatificación) se efectuará, pues, en el año del centenario de su nacimiento. Lo mismo ocurrió ya con el salesiano menorquín beato José Mª Castell, que nació el 12 de octubre de 1901 y fue beatificado el 11 de marzo de 2001. Se trata de unas coincidencias no diseñadas de antemano, pero que no dejan de ser significativas contempladas a la luz de lo que se proclama cada año en la bendición del cirio pascual en alabanza del Salvador: «Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén». Los mártires son testigos muy cualificados de la gloria de Cristo, muerto y resucitado para nuestra salvación. Y el presenta «Año de la Fe», cobra especial interés la glorificación de tantos mártires.

En cuanto al próximo beato Juan Huguet, recordamos dos fechas muy cercanas la una de la otra y de especial relieve. El 28 de enero fue el día de su nacimiento. El lugar en donde ese niño abrió sus ojos a la luz fue el predio de Son Sanxo, situado en unas tierras de secano, pero que se hacían productivas con el esfuerzo de esta familia trabajadora y bien cristiana. Pocos días después el recién nacido, por caminos no muy cómodos, era llevado hasta la iglesia de Santa Eulalia de la villa de Alaior, donde fue bautizado por el párroco Jaime Garriga, recibiendo el gran don de la fe y la filiación divina, imponiéndosele los nombres de Juan, Francisco y Jaime, santos a los que el bautizado imitaría con la generosidad de su entrega al amor divino, como bien se pone de manifiesto en el decurso de su vida, breve pero que permaneció siempre enraizada en la gracia recibida con el agua bautismal.

Aquel año 1913, el anterior al de la gran conflagración de la guerra llamada Europea o más exactamente primera Guerra mundial, tuvo en la Iglesia y también en la diócesis de Menorca una peculiar connotación que fue la memoria del 16º centenario del Edicto de Milán (año 313). Aquel acontecimiento, que siguió a una muy violenta y extendida persecución cual fue la de Diocleciano, significó en el Imperio romano la proclamación de una libertad religiosa que ponía fin a tres siglos de frecuentes persecuciones contra los cristianos. Actitudes violentas contra el cristianismo siempre las ha habido, pero en aquel ya lejano siglo IV se estaba inaugurando una época de paz y una gran expansión de la fe cristiana. En el siglo XX se pondría de manifiesto una nueva oleada de persecuciones hasta tal punto que el beato Juan Pablo II podría decir que «al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires» (Tertio millennio adveniente, 37). El mártir Juan Huguet sería, junto con otros muchos, uno de esos gloriosos testigos de que el amor es más fuerte que la muerte.

En Menorca el 16º centenario del Edicto de Milán se celebró con unos triduos de predicación y plegarias durante el mes de mayo. Estas conmemoraciones se denominaron «Tiestas Constantinianas». Los sermones se encargaron a sacerdotes menorquines que eran considerados como expertos en este ministerio. Fueron confiados en Ciutadella, al canónigo Juan Tudurí, en Mahón al párroco de San Francisco Juan Mercadal Sans, en Migjorn a Rafael Camps Triay; estos tres predicadores serían inmolados con muerte martirial en 1936. En Alaior predicó el coadjutor Lorenzo Villalonga, al cual Juan Huguet asistiría más tarde como monaguillo de la iglesia de San Diego.

Actualmente la memoria del 17º centenario del Edicto de Milán, se está celebrando especialmente en esta misma gran ciudad del norte de Italia, en la cual entre otras evocaciones destaca una exposición de objetos artísticos del siglo IV, reunidos desde muy diversas partes del mundo, y que reflejan el desarrollo del cristianismo en aquel tiempo de la paz Constantiniana. El cardenal Angelo Scola, arzobispo de Milán hablaba del importante significado de ese hecho histórico y decía: «Al contrario de lo que se podría pensar, los conflictos no disminuyen, sino aumentan, cuando el Estado reduce los márgenes de la diversidad religiosa» y añadía que hoy «en las sociedades occidentales, y sobre todo europeas, las divisiones más profundas son las que hay entre la cultura secularista y el fenómeno religioso, y no -como se piensa a menudo erróneamente- entre los creyentes de diferentes religiones. […] Bajo la apariencia de neutralidad y de objetividad de las leyes, se cela y se difunde, por lo menos en los hechos, una cultura fuertemente connotada por una visión secularizada del hombre y del mundo, que no tiene apertura a la trascendencia» (cf. Alfa y Omega 10-I-2013).

No debe interpretarse el Edicto de Milán con una cristianización oficial del Imperio. Esto ocurrió posteriormente bajo el emperador Teodosio. Constantino proclamaba una libertad religiosa, aunque él personalmente se inclinara hacia los valores del cristianismo. En el edicto afirmaba que se concedía «la libertad de seguir la religión en la que cada uno cree, para que la divinidad que está en el cielo, cualquiera que sea, traiga paz y prosperidad a todos nosotros y a nuestros súbditos».