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Cuando alguien se refiere a la tan comentada fuga de cerebros no puedo evitar imaginarme a miles de pequeños sesos con semblante asustadizo mirando de soslayo hacia atrás mientras corren despavoridos sobre el mapa de España en dirección hacia Francia y, desde allí, hasta donde les dejen. Es una huida apresurada, un camino que se ven obligados a tomar muchos jóvenes que, recién salidos de la universidad, se ven abocados a una infructuosa búsqueda de trabajo. Sin embargo, también es la única salida para aquellos que, ya más maduritos, se encuentran, sin comerlo ni beberlo, en la cola del paro. Con o sin estudios, a veces incluso con mujer e hijos, optan por hacer las maletas en búsqueda de un futuro más prometedor. Hace poco entrevisté a una menorquina que hoy reside en Amsterdam. Se marchó de la Isla en busca de un sueño que en Menorca se había convertido en una pesadilla. Me comentaba que, aunque muchos consideran que irse al extranjero es de valientes, ella pensaba que, tal vez, era de cobardes. Yo añadiría que abandonar tu lugar de residencia habitual es, en muchas ocasiones, de supervivientes.

Por ello, todas aquellas personas que, por motivos profesionales o personales, han dejado atrás una vida hasta el momento estable para adentrarse en un mundo desconocido merecen mi más sentido respeto. Y quién sabe, quizá los próximos en tomar esa senda seamos cualquiera de nosotros.