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La Diada de Balears se ha convertido por méritos propios en una de las fiestas más descafeinadas del planeta Tierra. A pesar del empuje que siempre aporta el voluntarioso canal de televisión autonómico y de los enérgicos esfuerzos iniciales, los distintos governs de turno no han conseguido ni por asomo construir que la inexistente identidad balear se forje en torno a un día, el primero de marzo, que solo sirve de momento para que los escolares se monten un puente de dimensiones considerables a medio camino entre las Navidades y la Semana Santa, lo que repercute en la carga de trabajo de los abuelos. La Diada de Balears no consiguió triunfar cuando había presupuesto. No se encontraron actividades originales, vertebradoras, que quedaran por siempre jamás asociadas al 1 de marzo. No se encontró el modo de que pitiusos, mallorquines y menorquines miráramos al cielo con un sentimiento común durante un evento concreto. Ahora, pues, cuando el presupuesto es casi inexistente, la precariedad de la fiesta es aún más notoria. Jornadas de puertas abiertas, conciertos de música clásica, las sobadas jornadas gastronómicas que abundan en otros momentos del año... En definitiva, fórmulas muy poco originales que denotan que quien organiza lo hace por obligación rutinaria y sin pasión ni euros que gastarse, apoyándose en la siempre entusiasta entrega de numerosos colectivos loables de distinto pelaje. Este año la festividad es una buena oportunidad para que los pequeños se recuperen de la gripe que turba sus gargantas y altera las agendas de sus padres, que consigue ratios decentes en las aulas y pone a prueba a los siempre entregados y recortados pediatras. La gripe, eso sí que nos une a todos. Eso sí es un elemento vertebrador, natural, endógeno, sin artificios ni inventos poco logrados.